PARA el Congreso de Católicos para la Vida Pública, en octubre de 2009, preparamos una breve comunicación, que en su conjunto abordaba -desde el ángulo estrictamente jurídico y pedagógico- los tres temas enunciados en este comentario: la naturaleza y contenido de lo que han sido los pactos escolares, tanto en el Derecho español, hasta la Constitución de 1978, como en el Derecho comparado (belga y alemán, singularmente); las exigencias de una calidad de nuestra enseñanza, que en su valoración por la OCDE y PISA venía descendiendo a los últimos lugares; y una referencia al Tratado de Maastricht de 1992.

Este se había caracterizado -como examinamos en el discurso de ingreso en la Real Academia de Doctores, contestado por el académico Fraga Iribarne- por haber superado los Tratados anteriores, de signo más económico, con una carga más humanista. Consistió en declarar normativamente que la Unión Europea pasaba a ser unidad política y no meramente económica. Se mantenían los principios de competitividad, productividad y cooperación. Pero en un preciso y extenso artículo 126 marcaba el principio -vigente- de un "desarrollo de la calidad de la enseñanza" como "asunto fundamental para todos los Estados". Precisamente, para que se hiciesen viables aquellos otros de competitividad, productividad, etc. (Aún dedicaba expresamente el precepto 127 a la "formación profesional permanente y ocupacional" que nosotros habíamos abandonado desde la derogación de la Ley General de Educación por la Lode y la Logse y la desaparición de la institución Organización Sindical.

Esta es la explicación de las advertencias de la UE, junto a los análisis PISA, señalando en España una pérdida de productividad no sólo por los datos económicos, sino porque el "fracaso escolar era -y es- una hipoteca" respecto al cumplimiento de los pactos económicos, financieros, etc.

Por eso, hizo bien el ministro Gabilondo en vislumbrar la necesidad de un pacto escolar que había sido urgido por SM el Rey en el último mensaje navideño. Gabilondo, con su experiencia en la Escuela Católica Claretiana, urdió bien los mimbres necesarios entre los agentes escolares ejecutores y las instituciones representativas en materia de educación.

Se partía de una grave dificultad: una buena parte de nuestro fracaso escolar derivaba -y deriva- de una fuerte ideologización de la escuela, idea desconocida en los tratados económicos europeos y descartada para el futuro desde Maastricht. En los últimos años, se desarrolló a raíz de la Ley de Memoria Histórica, de la Educación para la Ciudadanía y de las desviaciones autonómicas, entre ellas, en dos fundamentales: más por el uso prohibitivo del español en la enseñanza; y otras con predominio socialista, en las que la moral para la formación de la juventud, en el sexo, la instrumentación de los abortos, etc. violentaban preceptos constitucionales sobre los derechos de los padres a la educación de sus hijos según sus convicciones.

Acuerdos sobre el reconocimiento de esfuerzos o mayores exigencias para pasar de curso y el fortalecimiento de la autoridad del profesor -entre otros temas- no entrañan relieve suficiente para dar entrada en un pacto escolar. Si se quiere ser serio, tendría que abordar: la desideologización de la educación, que es tanto como señalar límites al Estado; confirmar la libertad de los padres para la educación de sus hijos, fortaleciendo la escuela concertada; promover la aplicación de la calidad de la enseñanza y la de formación profesional consiguiente, y por último, el compromiso de una reducción equilibrada de las competencias de las comunidades autónomas.

Con la situación actual no se puede seguir, pues las prerrogativas actuales anulan prácticamente las del Estado. Y nada de eso se ha podido o querido hacer. Con toda sinceridad académica y pedagógica, tenemos que confesar que ese no es el camino para una enseñanza de calidad y una salida de la propia crisis económica.