SI UNA MÁQUINA que fabrica tornillos produce un cinco por ciento de ellos defectuosos, el ingeniero encargado de su funcionamiento la deja como está. Lo ideal sería, qué duda cabe, obtener el cien por cien de los tornillos en perfecto estado. De los tornillos, de chips de ordenador o de ruedas de bicicleta, según sea el caso. No obstante, pasar del 95 al 100 por cien de eficacia suele costar más en términos de producción que la pérdida de esas pocas piezas inservibles. De hecho, pasar de más o menos el 95 a más o menos el 99 de la perfección supone saltar de dos a tres desviaciones estándar en una curva de distribución normal. Esas que quienes utilizan las matemáticas sin ser matemáticos denominan campana de Gauss, aunque en realidad no fue Gauss, sino Abraham de Moivre, el primero en establecerla para la estadística y el cálculo de probabilidades.

Es una pena que no sea el lugar oportuno -el artículo de un periódico destinado a ser leído con cierta comodidad, y hasta con algo de indolencia, un domingo por la mañana- para adentrarme en las peculiaridades de la distribución normal. Me limito a decir que esta curiosa curva en forma de campana describe bastante bien lo que ocurre en muchísimos procesos naturales. Desde la altura de las personas, hasta la longevidad de los individuos de una determinada especie. Por ceñirnos al primer caso, si la altura media de los españoles es 1,76 metros y de las españolas 1,61, la distribución normal nos dice que más o menos el 95 por ciento de la población está no más allá de dos desviaciones estándar por encima o por debajo de ambas cifras, según se trate de varones o féminas. Con todos los datos estadísticos en la mano no es difícil calcular tales desviaciones, pero eso sí que lo dejo fuera de estas líneas por razones obvias.

La distribución normal también se ajusta bastante, como cabía esperar, al reparto de la riqueza. Es decir, establece igualmente dónde están los límites de ese más o menos 95 por ciento de personas que viven "dentro de cierta normalidad" y, consiguientemente, dónde empieza el cinco por ciento de "tornillos defectuosos". Lo malo es que en la situación actual, con la crisis, con Zapatero y con una oposición esencialmente inepta para quitarnos a Zapatero de encima a pesar de que las encuestas le vaticinan al gallego una mayoría más absoluta que la obtenida por Aznar en el año 2000, ya no es un cinco, ni un diez, sino más de un veinte por ciento el guarismo de las personas que aseguran vivir en condiciones de pobreza severa. Nada que vaya en contra de la teoría estadística ni del cálculo de probabilidades, porque la curva mencionada puede hacerse más puntiaguda o menos prominente -digámoslo así con permiso de los matemáticos- dependiendo de los parámetros que consideremos.

La idea fundamental es que la sociedad, no ahora sino desde siempre, considera aceptable un cierto porcentaje de marginados. Bueno, más que la sociedad, los políticos que la dirigen. Y ni siquiera los políticos, pues dicho sea con todos los respetos y también toda la humildad del mundo por mi parte, se pueden contar con los dedos de ambas manos, y acaso exagero, los políticos capaces de seguir sin la ayuda de treinta o cuarenta asesores, a la fuerza bien pagados, los razonamientos expuestos unas líneas antes. Generalmente quienes planifican el número de "tornillos malos" que puede tolerar una sociedad son los tecnócratas. Hombres y mujeres, bastante desconocidos porque no suelen prodigarse en los medios de comunicación, que calculan en silencio cuántos desempleados puede permitirse un país. ¿Y cuántos son esos cuantos?, cabe preguntar. Los necesarios para que, siguiendo la campana de Gauss, unos pocos ciudadanos vivan muy bien, otro porcentaje sensiblemente mayor lo haga bastante bien, bastantes más subsistan bien y una inmensa mayoría aceptablemente bien. En cuanto a los marginales, su coste, como el de las piezas defectuosas, lo pagamos entre todos. Desgraciadamente, como no todo es perfecto, el esquema se viene abajo cuando el porcentaje de desheredados sobrepasa los límites de la aceptabilidad teórica. Entonces, como ocurre en estos momentos, a los tecnócratas del Bilderberg -y algunos más cuya existencia ni siquiera barruntamos- se les cae el tinglado encima aunque a ellos jamás los aplasta el sistema.

Sobra decir que las personas no son tornillos; ni siquiera chips de silicio. Son, sencillamente, universos individuales cuajados de ilusiones que con frecuencia se convierten en deprimentes fiascos. Pero también resulta evidente que la sociedad en la que vivimos se ha transformado en una secta -una secta muy numerosa, pero secta a fin de cuentas- mentalmente sometida por un becerro de oro al que adora con enorme devoción, y sin atisbo alguno de dudas de fe, en un templo sin cabida para esos marginales. El lugar de éstos está a las puertas del tabernáculo, donde los "situados" les dan unas limosnas al salir, si es que esa mañana se han levantado con pie caritativo. Esa es nuestra matemática realidad.