1.- Pabellón de mujeres de la prisión Tenerife 2. Viernes. He aceptado la invitación de un amigo para dar una charla a las reclusas que lo deseen. ¿El tema?: la escritura. Puertas que se abren y se cierran en el módulo principal, a través del cual accedo al pabellón de mujeres. 180 reclusas viven allí. Tienen acceso a la prensa. Tienen acceso a la biblioteca. Pueden ver la televisión, sin límite de horas. Devoran las páginas de sucesos de los periódicos "para ver quiénes serán las próximas que lleguen". No se quejan demasiado. La emoción surge, y también las lágrimas, cuando pido a algunas de las asistentes al taller que lean lo que han escrito, en la soledad de sus celdas. Una de ellas, está en la trena porque insultó a la jueza y al fiscal, tras haber sido acusada de estafa. Creo que no tiene sentido que esa mujer siga allí, si es por insultar a una jueza y a un fiscal, en su condición de preventiva. La mayoría paga delitos de tráfico de drogas. "He aprendido", asegura Cathaysa, "ya sé lo que no tengo que hacer cuando salga". Observo detenidamente a una de ellas, Elizabeth. Morena, boca muy sensual, mirada triste. "¿De verdad que quiere que le escriba?", pregunta. "Hazlo, que yo te contestaré". Lo peor es el ruido de las dos puertas que las separan de la libertad. Nada de móviles. Nada de la Internet. Una espigada y guapa funcionaria me sonríe. Tiene cara de ángel. ¿Lo será? Antonia se ha encargado de recopilar los trabajos de todas sus compañeras reclusas. Y ha escrito su propia historia. Una historia tremendamente bella, que empieza a la salida del casino donde celebró su presentación en sociedad, cuando vio una "Kawasaki" plateada, se enamoró de su jinete y se casó con él; tenía 17 años. Probablemente su madre hubiera detenido aquel amor prematuro; pero su madre había muerto cuando Antonia sólo tenía seis años. Especialmente emotivo el relato de ella con su padre, en la playa de El Reducto, aquel día en que le habló de una gallina desplumada, cuyo ropaje se lleva el viento de Lanzarote. Le quería enseñar cómo era la vida y quizá lo efímero de las cosas.

2.- Solicito que utilicen la escritura como liberación. Cuando el concurso de la Internet buscando la palabra más hermosa del mundo, ¿recuerdan cuál fue la que ganó?: pues la palabra "palabra". "Las horas pasan más rápidamente leyendo y escribiendo", aseguro. Elizabeth me mira con sus ojos grandes y negros, o al menos me pareció que eran negros. Yo ya tenía un artículo y un título para el domingo y escuchaba detenidamente a esa chica del Sur que había escrito un poema, medio en verso, medio en prosa, con mucho contenido, sin una sola falta de ortografía. Me dieron ganas de decirles: no busquen rimas, que la rima ya no existe; busquen simplemente palabras y júntenlas con mucho amor. Estaba allí la hija de un viejo médico fallecido, al que conocí mucho, también allá en el Sur. Ocho hermanos y -dice- el error de defenderse con un estilete de la agresión de un familiar. Ocho años. Cada personaje convive con su drama, con su momento trágico. Esta chica que está a mi lado, una menudita pizpireta, sabe inglés, tiene 21 ó 22 años, no recuerdo bien, y tres hijos. Conoce de cocina. Es muy exigente con los demás, no sé si también con ella misma. Me da la espalda todo el rato. "Aprenda a leer", se atreve a decir. Le corrijo un poema hermoso. Me ha escrito una larga dedicatoria en una carpeta de papel canelo. Voy a analizar ese relato. Ya hablaremos. Me despide con la indiferencia de quien sabe que yo no voy a resolver su problema.

3.- Me piden que vuelva, pero no sé si con mucha sinceridad. En realidad, fue una toma de contacto. Yo iba allí con más miedo que el recluso socorrista al que llaman cada verano para que las vigile en la piscina, que ahora está vacía. No miedo físico, sino a quedar mal. No llevé ni siquiera un papel, pero sí algunos libros que dejé en la cárcel. Ignoro si les gustó lo que conté o si fracasé. Salí con una sensación agridulce. Nada las puede consolar, me parece, porque han sufrido la tremenda turbación de la detención, de la acusación y, casi todas, de la condena. Seres humanos tremendamente indefensos tras aquellas rejas. 180 dramas personales; algunas hacen cola ante la ventanilla del médico; otras han superado la metadona; ciertas de ellas van a conquistar el tercer grado. Y una puerta que se cierra, la última, por la que salí yo, después de recuperar mi DNI. Gracias, Miguel Ángel, por la invitación. Y gracias, Paco, por autorizarla. Escríbeme, Elizabeth. Te contestaré.

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