DECÍA el inolvidable Pepe Chela que la envidia sana no existe. Para él la envida era simplemente envida; sin apellidos. Discrepo en esto con el añorado columnista. Pienso que el deseo de superación personal o colectiva viendo que otras personas, u otros grupos de personas, han logrado vivir mejor no sólo existe sino que debe existir. A menudo, ya sea por motivos profesionales o por placer, visito algunas comunidades autónomas españolas. No hay que tener demasiada memoria para advertir, por ejemplo, que las carreteras actuales distan mucho de ser lo que eran hace treinta años. Cito las carreteras porque es lo primero que veo, pero basta una mirada algo más concienzuda para apreciar que también han cambiado, para mejor, otras muchas cosas. Andalucía sigue siendo la tierra de los trajes de lunares con volantes, del pesebre electoral socialista amarrado con el PER, de los señoritos que desprecian al "populacho" -me remito al vergonzoso vídeo de Celia Villalobos-, pero al mismo tiempo se respira en sus ciudades, e incluso en sus campos, un inequívoco aire de modernidad. Porque junto a la Andalucía de la pandereta también está la Andalucía del desarrollo tecnológico y científico; en definitiva, la Andalucía del progreso. Lo mismo cabe decir de Galicia, de Valencia, de Navarra y de casi todas las comunidades autónomas; regiones que, sin perder su idiosincrasia de siempre, han logrado modernizarse como no cabía imaginar hacer treinta y tantos años. Los mismos que lleva en vigor el Estado de las autonomías.

¿Era necesaria esta administración descentralizada para que se produjese el desarrollo periférico? En cualquier otro país de Europa, esencialmente no. Los franceses, sin necesidad de ir más lejos, poseen unos índices de modernidad superiores a los que disfrutan los españoles y, sin embargo, su país está muy centralizado. Y los estados alemanes le están devolviendo competencias al Gobierno central porque la crisis impone recorte de gastos. En España la situación es diferente porque quien vive en Madrid, ya sea porque ha nacido en la Villa y Corte o porque ha trasladado a ella su residencia, olvida pronto que España no acaba en los límites del Paseo de la Castellana; más bien comienza ahí. Se me hace difícil, por lo tanto, pensar que la gran modernización española de las tres últimas décadas hubiera sido posible sin la descentralización autonómica. No por motivos físicos o políticos, insisto, sino por ese condicionamiento social que afecta a la mayoría de los españoles dependiendo de donde vivan.

¿Qué decir de todo esto respecto a Canarias? Con toda la deferencia del mundo para los líderes nacionalistas -a muchos los conozco personalmente y los aprecio como personas-, confieso que en estas Islas no me invade la sensación de estar respirando el mismo aire de modernidad que en otras regiones. Es verdad que se ha avanzado mucho. La sanidad de hoy en Canarias, por ejemplo, no es ni de lejos la misma de hace treinta años. Sin embargo, no es la mejor que podemos tener; no tanto por culpa del Gobierno autónomo, sino porque un aumento desmesurado de la población en muy pocos años ha arrasado con cualquier planificación. Lo mismo se puede decir del fracaso escolar. ¿Tiene la culpa el consejero -o la consejera- de Educación de turno de que un chico abandone la enseñanza obligatoria antes de tiempo? En realidad, tal actitud se debe a unos condicionamientos sociales que se les escapan de las manos, al menos a corto plazo, tanto a los políticos como a los profesores. Así podemos seguir, una por una, con todas las competencias transferidas a esta Comunidad autónoma. Comunidad, eso sobra decirlo porque lo saben todos ustedes, que hoy celebra su fiesta: el Día de Canarias.

Lamentablemente, el panorama no está para muchas fiestas. Si España es un desastre con el veinte por ciento de su población activa desempleada, ¿qué decir de Canarias con casi un treinta? Ya quisieran algunas provincias españolas -cuyo nombre no cito para evitar agravios comparativos- tener los recursos de Canarias. Porque frente a los inconvenientes de un territorio fragmentado y distante, que son incuestionables, también está una infraestructura turística de primer orden, un paisaje singular, un clima de lo más benigno que uno puede encontrar en el mundo y una posición estratégica frente a un continente -el africano- cuyo desarrollo es tan imprescindible como inminente. A todo esto debemos añadir una población que ha sabido salir adelante no sólo en su tierra, sino también en los países a los que ha tenido que emigrar. Cuba y Venezuela son dos buenos ejemplos, pero no los únicos. En definitiva, Canarias no merece estar como está; es decir, a la cola de muchas clasificaciones españolas. Las entregas de premios, los actos folklóricos, los discursos grandilocuentes y hasta la salida a la calle de una innecesaria -y cara- Policía autonómica son una forma de celebrar festividades como la de hoy, eso no lo discuto, pero acaso también nos convenga aprovechar la ocasión para reflexionar sobre lo que somos en función de lo que hemos sido y, sobre todo, de lo que queremos ser ante un futuro, hoy por hoy, poco halagüeño.