Querido Juan:

Durante los años que estuvo usted directamente al frente de nuestra empresa tuvo la suerte de conocer, y también padeció en alguna ocasión, a todos y cada uno de los que conformamos esta familia llamada Instituto Tecnológico de Canarias (ITC). Después de tanto "arretranco", llegaba a la Dirección de la empresa una persona joven y preparada, alguien que podría entender las peculiaridades de un centro tecnológico como este. Esta que le escribe le puede asegurar que ese era un pensamiento extendido entre la mayoría de los trabajadores del ITC. Seguro que en su memoria han quedado grabadas tanto las buenas experiencias como los desengaños que también pudo tener al trabajar con este grupo de profesionales altamente cualificados, y mayoritariamente identificados con los objetivos de su empresa. Seguramente, usted más que nadie, sabe y reconoce lo indudablemente valioso que es este grupo humano.

En esta nueva etapa de la I+D+i canaria que usted ahora abandera, sin embargo, se pone en duda nuestro trabajo y se nos quiere despojar de los pocos beneficios que aún nos quedan, después de dar muchos años de esfuerzo y lucha para que el ITC sea lo que es hoy, un referente a nivel regional, nacional e internacional en muchos campos.

¿De verdad opina usted que las condiciones de las que gozamos no nos las merecemos la gran mayoría de los trabajadores de esta empresa? ¿De verdad cree usted que, después de conocer nuestro esfuerzo, nuestras capacidades y lo identificados que la mayoría estamos con lo que representa el ITC, nos merecemos que se nos esté tratando ahora de la manera que usted y su secretario general nos tratan? ¿De verdad cree usted que nos merecemos que nos despojen de lo que tanto y tanto nos ha costado conseguir?

Todos intuimos que, dado su conocimiento de la casa, quiere aprovechar esta ocasión para "hacer limpieza" y soltar lastre. Siempre hay ovejas negras en todas las familias, pero reconocerá conmigo que si las hay es porque ustedes han dejado que estén y no han querido o no han podido hacer nada al respecto.

Podría incluso llegar a entender que quisiera apostar por los que se lo trabajan y recompensarlos de alguna manera, pero no me niegue usted que, de la forma en que lo está llevando, nos está dejando expuestos a graves peligros en un futuro que podría ser no muy lejano. Si quiere hacer esa limpieza, hágala, sea valiente, pero hágala dando la cara y afronte todas las consecuencias sin poner en peligro al resto de los trabajadores ni dejarlos expuestos a las pisadas de los caballos de la política. Usted nos ha pedido confianza, nos ha pedido que creamos en su palabra, en su persona; pero me da miedo que ni siquiera sea el dueño ni de nuestros destinos, ni del suyo propio. Entiéndanos, entienda que tantos secretos, borradores falsos, ocultismo y misterio no nos hacen más que temer lo peor. Sea valiente y juguemos con todas las cartas, no con la baraja de 20 cartas con la que hemos estado jugando todas estas partidas. Seamos personas con honor, algo que escasea tanto en estos tiempos, y díganos las cosas mirándonos a los ojos. No deje que al final, todos podamos llegar a recordarle como aquel que vino, comió en nuestra casa y terminó arrasándola, tirando el fruto de 18 años de trabajo ejemplar por la borda. Hágase digno de la confianza que todos le profesamos con el corazón, y que nuestras cabezas se niegan a reconocer ante la desangelada visión que nos ha ofrecido una y otra vez.

Hágase digno de esta casa otra vez.

Una trabajadora del ITC

El avaro y la avaricia

Hay personas que cuando se trata este tema hablan inmediatamente de enfermedad, lo que a mí me viene a producir el mismo efecto que cuando se habla de la homosexualidad y se la califica de la misma manera. No quiero sumarme con mi silencio a ese enorme porcentaje de individuos de la derecha política y de la clase militar que desconocen los términos homosexual o gay y simplifican hablando de maricones a secas.

Hoy el tema no ofrece lugar a dudas y quiero dedicárselo a esas personas que forman un variopinto paquete de elementos del puño cerrado, que, si a alguno de ellos no lo conociésemos, pensaríamos que son un atajo de zoquetes, de retrasados mentales que no tienen la menor conciencia de que nuestro paso por este mundo es temporal, más o menos largo pero temporal, y que salvo que tengan algún contacto con la banca del más allá, y no sólo con la del más acá, que tampoco, porque en la banca no pueden disponer a diario de su parné para sobarlo, contarlo y recontarlo cuantas veces sean oportunas y gozosas, afortunadamente carecen de la facultad de multiplicar los panes, los peces, y además de los billetes, el oro y el moro.

Cuando surge la oportunidad de saber de alguno de estos ciudadanos, y tienes en cuenta que, al igual que los demás mortales, se visten por abajo, como solía decir el autor del calificativo "ostentóreo", llegas a cavilar que algo de la puesta en escena les falla. Tanto guardar ¿para qué? No se trata, evidentemente, de ser por sistema cigarra, de ninguna manera, porque tampoco lleva a ningún lado, si acaso a la miseria. Pero, hombre, darse alguna alegría de vez en cuando no puede ser malo para la salud.

Hay quienes dicen que a determinados pueblos -los escoceses, los catalanes, los judíos e incluso los suizos- les gusta en exceso guardarlo todo. Estos últimos, los suizos, por supuesto los que viven en el campo, guardan los restos orgánicos sólidos y líquidos de las vacas en depósitos a los que, para no desperdiciar, van también a parar los familiares que, una vez corrompidos y en su momento oportuno, serán rociados con las cisternas correspondientes sobre los campos de heno que servirán de alimento a las mismas vacas, con lo que consiguen cerrar totalmente el círculo nutricional. Por supuesto que esto supone que pueda uno disfrutar de una aromatización, de unas fragancias nada envidiables si se recorren los campos helvéticos a finales de primavera.

Nuestro simpático vecino insular Manolo Vieira repite frecuentemente eso de que "el que guarda siempre tiene: mierda en los cajones". Aseveración magistral pronunciada en el momento que encontró en una gaveta de su casa el cordón umbilical momificado de un miembro de su familia.

Estos avaros, avariciosos o avarientos se privan de lo más imprescindible con tal de poder almacenar, pero sin presumir de lo atesorado, porque salvo raras excepciones son sobradamente conocidos por sus connaturales. Miserables, codiciosos, mezquinos, se pasan la vida emborrachándose con la usura, ya que con vinillo sería un derroche.

Habremos de dar por sentado que ignoran quién fue Molier, y en su caso lo niegan, y mucho menos quién fue Plauto, maestro del galo en este tratado de la miseria humana.

A sus familias, que podrían vivir con desahogo sin necesidad de angustias, mi sentida condolencia recomendándoles ahorren a la hora de su muerte en las esquelas, no las merecen.

José Luis Martín Meyerhans

Los méritos no cambian por una desgracia

Hay cosas que, aunque humanas, no son lógicas; se impone el sentimiento a la razón y esto nunca es bueno. Los sentimientos son torrentes que para que no produzcan mayores daños deben ser encauzados por la propia razón. Los sentimientos son, muchas veces, fuerzas incontroladas, fruto de un momento, de una circunstancia y, aunque a veces conllevan una carga de bondad y generosidad, en otras pueden llevar también una dosis de venganza y de intenciones perjudiciales. Los sentimientos hay que razonarlos y controlarlos.

Es costumbre dedicar calles, edificios, estatuas, monumentos... a ciudadanos que se han distinguido, en su vida, por su buen hacer en provecho de la comunidad, ya sea en el campo de las artes y las ciencias, la medicina, el deporte, la política, la religión, etc., etc... y esto me parece bien, pero en lo que disiento es en el tiempo. Estos homenajes hay que hacérselos a la persona merecedora de ellos, no a su memoria, sino en vida. Un homenaje a una persona que ya ha fallecido no tiene sentido, parece que el homenaje se lo quieren hacer a sí mismos los organizadores, o bien se sienten culpables de no haberlo hecho a tiempo.

A veces, una desgracia, y más una muerte trágica o no esperada, hace que los sentimientos se impongan a la razón y se cambien los criterios sobre el merecimiento humano. Todos conocemos casos de personas, ya fallecidas, que si hubieran muerto de muerte natural, nunca se les hubiera dedicado una calle, un edificio o se les hubiera erigido un busto o una estatua, porque su vida no sobresalió en nada, sino que fue una vida de un ciudadano normal. Pero tuvieron la desgracia de padecer una muerte inesperada o trágica, y ésta fue la razón para erigirles estatuas, bustos o dedicarles una calle. Las desgracias no cambian para nada los merecimientos de una persona, es la sensibilidad de la gente la que actúa, sin un control objetivo, en tales circunstancias. Las desgracias no incrementan los méritos de nadie.

Juan Rosales Jurado

Caprichos de mimados

Ante la grave crisis económica en la que está sumida España, el Gobierno anuncia a bombo y platillo que suprime 32 altos cargos para así reducir el gigantesco déficit. Al mismo tiempo se conoce que en el Senado, a pesar de tener un idioma común conocido y dominado por todos, los senadores nacionalistas con lengua cooficial en sus respectivas comunidades van a disponer de un servicio de traductores, para así poder hablar en su idioma autonómico. Esto costará a las arcas públicas 1.200.000 euros. ¿Cómo se puede calificar el hecho de ahorrar por un lado y despilfarrar por otro? Simplemente, como una monumental falacia.

Argumentan los nacionalistas que se encuentran más cómodos utilizando su lengua. Cualquier paciente que esté padeciendo su enfermedad en las listas de espera de la Seguridad Social también se encontrará más cómodo y mejor atendido en la consulta de un médico privado, y todos sabemos que de escoger la segunda opción ese capricho lo tendrá que pagar de su bolsillo. De igual manera, si los nacionalistas quieren expresarse en su lengua en el Senado los traductores deberían pagarlos ellos.

La aprobación de este singular hecho no es más que la enésima claudicación ante los caprichos y veleidades de los niños mimados de nuestro sistema político. La culpa no es de quien pide, sino de quien vergonzosamente claudica y otorga.

Manuel Villena Lázaro

Zapatero está triste

¿Qué tendrá Zapatero? A mí me da la impresión de que el presidente del Gobierno está pasando los peores días de su mandato desde que llegó a La Moncloa. Aquella crisis que él se empeñó en negar durante bastante tiempo y que luego se le vino encima, cual tsumani o terremoto que lo arrasó todo; aquella crisis ha devenido ahora en una "policrisis" y aquí ya nadie habla de "la crisis", sino más bien de "las crisis", porque han brotado otras por todas partes, como brotan las setas en las alamedas de la sierra de Cazalla cuando cesan las lluvias y comienza a calentar el sol.

El presidente tiene sobre su mesa el grueso legajo de la crisis económica, a la que no sabe por dónde meterle el diente. También tiene otro gran mamotreto de la crisis institucional, con una deriva durísima del PSC (cuña de su misma madera socialista) con los nacionalistas catalanes, que cuestionan la legitimidad del Tribunal Constitucional en una peligrosa campaña que no respeta en nada ni la separación de poderes ni la independencia del Poder Judicial. Y en la misma comunidad autónoma, autodefinida como "nación", se están planteando su particular Guerra de la Independencia con la convocatoria de ilegales y pintorescos referendos independentistas. Y, aunque los resultados de las consultas son francamente paupérrimos y desoladores -sólo un 90% del 20% del censo es el que dice que sí al separatismo-, ahí queda la crisis que cuestiona; no hay duda, la integridad del territorio nacional, preconizado en el frontispicio de nuestra Constitución.

Por otro lado, ahí tiene a los sindicatos apesebrados, a los artistas de "la ceja" y hasta gente del Gobierno, como el director general Zarrías, apoyados por el fiscal Anticorrupción y por un pintoresco rector magnífico de la UC, entusiasmados todos con la defensa de Garzón, con los ataques despiadados al TS y la exaltación de la idílica III República, con el lógico ninguneo de la corona y de la monarquía parlamentaria. Si esto no es una crisis institucional, que venga Dios y lo vea.

¿Y la crisis de la Bolsa? Este termómetro de la salud económica de un país está estos días en dígitos inquietantes.

Por eso, al presidente se le ve cara de tristeza. Se le ve ojeroso, cariacontecido y hasta titubeante en sus comparecencias públicas. Cuando dice que "el paro ha tocado techo" y que va a empezar el empleo, ya nadie cree su inane discurso. Se le ve sin propuestas, sin alternativa, sin esperanza… Ya no tiene credibilidad. No sabe por dónde tirar. Y es que son ya tantas crisis… que el pobre está triste. Sí. ¡Es preocupante!

Eleuterio Alegría Mellado

Sevilla