NO ME GUSTAN las expresiones hechas, y mucho menos esta, pero el anuncio realizado por el Gobierno central sobre la supresión de 32 altos cargos de la Administración y 29 empresas públicas, en el marco del llamado plan de austeridad, me parece algo muy similar a los sacrificios para ahorrar privando al loro de su chocolate. No es que considere desacertada dicha medida. Todo lo contrario; quizá habría que eliminar muchos más altos cargos y reconvertir muchas más empresas públicas en mercantiles privadas. Tan sólo considero esta medida baladí por manifiestamente insuficiente.

Las grandes sangrías de España son otras. Para empezar, unos costos laborales que nos imposibilitan competir con Europa en condiciones aceptables de rentabilidad. No porque los salarios españoles sean altos, que no lo son, sino porque la productividad es bajísima. Nos lo llevan diciendo desde hace mucho tiempo, pero no hacemos caso. O, mejor dicho, el actual presidente del Gobierno no les hace caso a quienes le advierten del yerro porque sus conveniencias son otras. Además, estamos ante un problema de mentalidad social difícil de solucionar. No existe en este país la conciencia de que para ganar más, hay que trabajar más. Al contrario: los españoles son dados a presumir de que viven bien con una ocupación que no los agota. Es decir, presumimos de cobrar una pasta gansa -los que la cobran, claro- sin dar un palo al agua. Conozco a empresarios a los que les amanece el día ya en pie porque a las siete de la mañana están en su oficina. Y también a trabajadores por cuenta propia que hacen lo mismo, así como a funcionarios que llegan a su puesto hasta una hora antes para adelantar trabajo. Pero son las excepciones. Lo normal es el escaqueo continuo, la baja médica a la primera de cambio y, en definitiva, el fraude sempiterno. Por si fuera poco todo esto, existe una querencia descomunal por currar en una empresa pública. Basta comprobar la que se arma cuando cualquier organismo de la Administración pública, ya sea un ayuntamiento, un cabildo, un gobierno autonómico o el propio Ejecutivo central decide privatizar un determinado servicio para hacerlo más rentable. Por supuesto, no sólo sobran altos cargos y empresas públicas; resultan innecesarios también muchos funcionarios. Acaso muchísimos empleados públicos.

Empleados con cargo al erario tanto de la Administración central como de las autonómicas, porque esa es otra. Lo he escrito varias veces pero voy a repetirlo, pues conviene tenerlo presente. En Francia, un país nada sospechoso de poco democrático, funcionan dos administraciones: la estatal y la municipal. Eso sí, con la condición implícita de que cuando un ayuntamiento saca los pies de la maceta en el sentido de que gasta más de lo que puede, interviene el Gobierno de París y le quita los poderes. España, en cambio, es diferente hasta en eso. En la España peninsular coexisten tres administraciones: la estatal, la autonómica y la municipal. Y en Canarias, tal vez porque aquí somos más diferentes todavía, tenemos una cuarta: la insular, ejercida por los cabildos.

El Estado de las autonomías posee sus ventajas e inconvenientes. Desde un punto de vista estrictamente económico, las ventajas son mínimas o inexistentes. Se trata de un sistema en esencia muy caro. Diecisiete gobiernos autónomos, diecisiete parlamentos, una ristra de consejerías en cada gobierno, un sin fin de funcionarios en cada Parlamento y muchos, muchísimos, diputados y diputadas regionales, que sólo se ponen de acuerdo para subirse el sueldo y reprobar a los medios que los critican por habérselo subido... ¿Para qué seguir? No se trata de ir contra el Estado de las autonomías porque, para bien o para mal, ese es el sistema político que tenemos y ya está. Lo que discuto, o simplemente planteo, es si podemos costearlo. La respuesta es obvia: en situaciones de vacas gordas, a trancas y barrancas; cuando azota la tormenta, ni en broma.

Si a esto le añadimos que el actual Gobierno sigue empeñado en subvencionar el desempleo a diestro y siniestro porque así amarra votos -las ayudas son sagradas para quienes las necesitan, pero no para todo el mundo-, comprenderán ustedes que los anuncios realizados por Fernández de la Vogue con tanto bombo y tanto platillo apenas suponen unas gotas de agua en un océano cada vez más grande: el de la hecatombe de un país que no hace mucho se codeaba con los primeros del mundo.

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