AQUEL VIAJE al país de las pirámides transcurrió sin sobresaltos de última hora. En dicho trayecto aéreo se mezclaron con facilidad conversaciones, lecturas, suspiros, risas, fatigas, sueño y algún que otro ronquido desorientado del pasajero de turno. Después de las pequeñas pero repetidas turbulencias y de las cinco horas de vuelo, el avión tomó tierra junto al Mar Rojo, en el aeródromo de la ciudad costera egipcia de Marsa Alam; como ustedes comprenderán, no faltaron los acalorados aplausos habituales en estos casos. Aquello, en lugar de un vuelo turístico, parecía una fiesta de cumpleaños recién inaugurada a bordo de la guagua voladora. A la apertura de las compuertas de la aeronave, le siguió un suave olor a salitre de esos que te aseguran que el mar no está muy lejos, y así era; por lo tarde de la hora, no lo veía, pero sabía, que estaba ahí. En pocos minutos, más de la mitad del pasaje había descendido del avión; luego subieron otros tantos pasajeros a bordo, muchos de ellos colorados como cangrejos debido al "solajero" que habían cogido durante sus vacaciones. El resto de los viajeros seguimos en nuestros asientos hasta que una hora después tocó poner rumbo a El Cairo, el destino final de aquel viaje. Sesenta interminables minutos duró esta vez el vuelo; el susodicho me pareció eterno, quizás a causa del cansancio acumulado. Allá abajo, las luces se hacían cada vez más visibles y nítidas. Mientras tanto, yo me imaginaba el Nilo en todo su esplendor acariciando con sus aguas las orillas de la capital más poblada y bulliciosa de África. Unos instantes después, justo en el momento en el que la aeronave tomaba tierra en el aeropuerto internacional de El Cairo, otra eufórica ovación, por aquello de "sanos y salvos", rompió el silencio hasta entonces reinante. A continuación fueron necesarios cuarenta y cinco minutos de "cola" y de paciencia para recoger la visa de entrada al país de los faraones. Cuando el trámite ya estuvo resuelto, me dirigí a la salida del edificio aeroportuario, subí a la guagua (en este caso "guagüita") y tomé asiento junto al resto del grupo. Tres cuartos de hora de "carretera y manta" duró la aventura hasta el centro de la ciudad. Sí, aventura; al chofer se le empezó a ver "el plumero" nada más salir del aeropuerto, parecía como si la típica sopa Molokhia (sopa verde) se le estuviera enfriando en una mesa cualquiera de un oasis de los alrededores y, claro, él quería tomársela aún caliente. A mí lo del dichoso "caldito" me importaba un camello; lo que quería era llegar íntegra al hotel, al igual que el resto de los compañeros de fatigas, digo, de viaje. El caos circulatorio era total, los frenazos milimétricos, el sonido de las pitas de los coches no tenía tregua, los pasos de cebra brillaban por su ausencia, a juzgar por los viandantes que cruzaban por entre los coches en marcha como si nada. Sólo los grandes murales a todo color con motivos del antiguo Egipto situados al lado derecho de la avenida y el inusual paisaje me hicieron olvidar por unos momentos aquel "rally" de locura. De repente, el Nilo apareció brillante y seductor. Sobre sus tranquilas aguas había un montón de barcas completamente iluminadas con luces de colores; estas últimas llevaban gentes de paseo de un lado al otro del histórico río. Allí mismo, la pequeña isla de el-Gezirah mostraba orgullosa su imponente Torre de El Cairo, cuya cúpula tiene forma de flor de loto; Meidan al-Tahrir (la plaza de la Liberación) estaba palpitante de gente a pesar de la hora. Como el sueño ya estaba haciendo de las suyas, no me quedó más remedió que irme a dormir, y esto con la imagen de las tres pirámides de Giza en mente, rodeadas de polvo y arena.

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