CON EL SALTO a las noticias de los numerosos escándalos por meter mano en la lata del gofio y afectando a muchos políticos, altos cargos y técnicos colocados en las cúspides de las diferentes administraciones o partidos, la población en general va incrementando una percepción que de siempre ha estado presente, pero que ahora parece desatada y que coloca a toda la clase política en una estimación de bandolerismo montonero que no nos hace ningún bien a nadie. Las encuestas sobre la valoración ciudadana de la clase política son deprimentes. En estos tiempos de crisis o apuros, de sufrimientos agónicos de muchos vecinos corremos el riesgo indignarnos o asquearnos tanto que podemos tender a verlos a todos por igual. Lo que los pillados quieren, injustamente, es enmierdar al resto. Al saco, por lo que es crucial que se muestre diáfana la diferencia entre el trigo y la paja.

Las formas de corrupción varían, pero las más comunes son el uso ilegítimo de información privilegiada, tráfico de influencias, pucherazo, patrocinios, sobornos, extorsiones, influencias, fraudes, malversación, prevaricación, caciquismo, compadrazgo, cooptación, el nepotismo o la impunidad. Existen sofisticaciones y desgraciadamente mucha experiencia. Quizás lo que parece haber sido más común en esta tierra en la que el boom turístico hizo crecer edificios como hongos es poner la mano bajo mesa en todos esos dineros difíciles de controlar; las decisiones de unos pocos benefician a otros pocos, perjudicando al resto, con lo que se entra en un juego imparable de tentación y trampas. Una vez ya pescada la pieza de euros, concurre además el delito fiscal: ¿dónde inviertes el dinero? Y para ello también hay una amplia gama de posibilidades, desde testaferros, familiares, sociedades o paraísos fiscales. El invento de la corrupción es un monstruo atendido por profesionales y con múltiples cabezas; combatirlo es tarea conjunta de la sociedad.

Mal de muchos consuelo de tontos. Sabemos que es un mal generalizado en el planeta. Claramente, cuanto más desarrollo, más vergüenza. Los países con las puntuaciones más bajas son mayoritariamente de África (Angola, Burundi, República del Congo, Gambia…), aunque es mejor no señalar porque es posible que estemos hablando de las concreciones más brutales de la bestia. Corrupción hay en todos los continentes con formas tan distintas y evolucionadas que medir las envergaduras supone un ejercicio de definición y complejidad en el que se mezcla todo el arco delictivo.

El Estado español, con docenas y docenas de casos sonados, está cayendo y cayendo en el índice de percepción de la corrupción de la ONG Transparency Internacional desde el puesto 28 al 32 en 2009 -y me temo que el cuento de los cuarenta ladrones esté próximo-. Esta organización carga contra los paraísos fiscales. "No debe haber refugios seguros para el dinero corrupto. Es tiempo de poner fin a las excusas", ha dicho su presidenta, Dña. Huguette Labelle.

Hay dos teorías extremas y dos peligros de acantilado. Teorías extremas: 1.- El queso está lleno de agujeros y esto que sale a la luz no es más que la punta del iceberg. 2.- La justicia y la policía están actuando y lo que antes se hacía gratuitamente, ahora se paga con su consiguiente guirigay. Peligros de acantilado: 1.- Que se arrastre a la justicia. 2.- Que se arrastre a las fuerzas y cuerpos de la seguridad nacional.

La policía y los tribunales representan la última trinchera de lo que llamamos Estado de derecho. Sus cuadros y organigramas están compuestos de funcionarios especializados a los que hay que animar a mantener celosamente la independencia del tercer poder.

El trigo tiene que posibilitar un pacto para la mayor claridad de las Leyes, por ejemplo, en materia urbanística, y para una mayor regulación en la utilización del bisturí incluyendo como pacientes a los entes instrumentales o tinglados paralelos (agencias, consorcios, sociedades interpuestas, adjudicatarias...) con el refuerzo de figuras como la de los interventores o cuerpos como el de los secretarios locales. En materias como la contratación y empleo público (áreas de importantes bolsas de corrupción y donde la ausencia de acción pública presta cobertura a la impunidad) se haría bien en dotar a la Fiscalía de un mayor grado de autonomía con legitimación o capacidad para impugnar ante lo contencioso-administrativo.

En el fondo, y para cualquiera de las dos teorías extremas, caer por el acantilado puede significar el desastre en un Estado judicializado que retrocede en corrupción.