EN ESTOS días, y con motivo de los distintos procesos que el Tribunal Supremo está llevando a cabo contra el juez Garzón, se ha puesto de manifiesto de forma abrupta la pretendida superioridad moral de una izquierda vengativa que no se perdona a sí misma -y de camino no le perdona a Franco que desbaratara su destino revolucionario- haber perdido la oportunidad de instaurar en España su particular visión totalitaria de cómo debe ser regida una sociedad, inspirada, cómo no, en el ideario del camarada Lenin. Están eufóricos, exaltados, envalentonados…; sobre todo desde que el camarada de la ceja les proporcionó carnaza por medio de la ley de la desmemoria histórica.

Se sienten rejuvenecer al volver a la lucha ideológica en contra de un enemigo que ya no existe. Y, en todo caso, si existieran (franquistas, fascistas o eso que ellos denominan la ultraderecha), lo hacen de forma totalmente residual y, se supone, convertidos en partidos o asociaciones políticas que se presentan libremente a las elecciones, cumpliendo las leyes vigentes y, por consiguiente, con el mismo derecho, legalidad y libertad que lo hacen los partidos de la izquierda más extrema: ahí tienen, sin ir más lejos, a los de ANV, que aún siguen en las instituciones vascas, o los comunistas que tienen como referente al tirano de Castro.

Pero, por lo visto, estamos en un Estado de derecho donde las normas y las leyes están para que las cumpla tan sólo una parte de la sociedad. El ritmo lo imponen ellos y la música, por lo visto, es la misma que la de la internacional. Nos quieren hacer comulgar, laicamente por supuesto, con ruedas de molino; por ello, ciertos sectores de la izquierda española, jaleados por el sindicato de la ceja, pretenden mantener encendida la mecha cainita y guerracivilista que un día decidimos la inmensa mayoría de los españoles apagar definitivamente por medio de la generosa y modélica Transición.

Por ello, montaron aquel aquelarre frentista y sectario en uno de los salones de una universidad pública -por consiguiente, pagado con el dinero de todos los españoles-, para, a través de la propaganda, mostrar un hecho insurreccional destinado a reafirmar sus principios socialistas, mediante la acción de apoyo a un determinado juez- lo de elegir a Garzón es lo de menos-; lo principal era, y es, poner de manifiesto que el poder les pertenece y que nada ni nadie podrá arrebatárselo; aunque para ello tengan que atacar y poner en tela de juicio uno de los pilares de la democracia -el poder judicial- y, por consiguiente, el Estado de derecho, mediante la creación de situaciones extremas que van más allá del propio desarrollo de una simple actividad reivindicativa.

Esta movilización antidemocrática -y las que han seguido-, que en cualquier otro país de nuestro entorno hubiera hecho, desde un punto de vista político, que rodaran cabezas, ha pretendido manipular, desde una perspectiva mediática un proceso exclusivamente jurídico. Pero si impresentables han sido las actuaciones de personajes tan pintorescos como la de un fiscal que se atreve a llamar fascistas, corruptos y torturadores nada menos que a los jueces del Supremo, él, que ya era fiscal en el 62, precisamente con Franco; o que el rector de la Complutense, en un ataque ideológico y sectario, proporcione los locales para, prácticamente, un acto golpista; o que los progres del celuloide subvencionados decidan -que por supuesto no han tenido cojones y cojonas para hacerlo- encerrarse allí mismo hasta que dejen de molestar a "su" Garzón…, nada es sin embargo comparable con el ridículo histórico que los sindicatos de barraca de izquierdas, subvencionados hasta la desvergüenza por este gobierno socialista, han hecho en esta trifulca desestabilizadora, intentando arrimar su propia candela a los rastrojos del divisionismo revisionista que una izquierda exaltada pretende airear para tapar en lo posible el malestar que pueda ocasionar su desinterés e inutilidad política en la gestión de una crisis que tiene subyugados a más de cinco millones de españoles.

En un Estado de derecho todos debemos ser iguales ante la ley. Y si ésta no se cumple, o se transgrede, aunque sea empuñando el mazo de la justicia, se han de rendir cuentas en el banquillo; independientemente de quienes te denuncien; porque la infamia no es patrimonio exclusivo de unas determinadas siglas (fascistas o comunistas), sino de quien se cree que está por encima de la propia ley. Ya es hora de imponer un poco de cordura en las palabras y en las actuaciones de nuestros gobernantes. Ya va siendo hora de que terminemos de cuestionarnos absolutamente todo. Ya ni siquiera tenemos claro si somos o no una nación. Es una pena a lo que hemos llegado. Nos avergüenza hasta el mismo hecho de enarbolar nuestra propia bandera. Hemos renunciado incluso a nuestras propias raíces culturales. A nuestros valores. A nuestra historia. ¿Qué le vamos a dejar en herencia a nuestros hijos? ¿Un legado cultural y moral de consumo, donde todo vale y nada merece la pena conservar y respetar? Así no llegaremos a ninguna parte; pero el destino sigue estando en nuestras manos. No perdamos más el tiempo, y que cada cual asuma su propia responsabilidad.

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