HACE dos o tres sábados, a eso de las diez menos diez de la mañana, me telefoneó una amiga al borde del colapso nervioso. El motivo de su alteración, según me explicó, era que diez minutos más tarde debía comenzar un acto promocional de su empresa -representa en Canarias a una importante compañía europea cuyo nombre no voy a citar por razones obvias- y se había quedado sin el cámara de televisión que iba a cubrir el acontecimiento -evento, se dice ahora- para luego difundirlo en las emisoras locales. "Llamó para decir que está en cama con un gripazo tremendo", me explicó acongojada. "Un ataque de gandulitis aguda -pensé para mis adentros-, o quizá al tipo le surgió otro asunto más importante. Lo mismo da".

Mi amiga, cuyo nombre tampoco voy a citar por las mismas obvias razones, me suplicaba que le buscase a un cameraman sustituto. Me negué en redondo. No por fastidiarla, pues la aprecio mucho porque sé que se está dejando la piel para sacar adelante a su empresa, sino porque conozco a un par de cámaras de televisión a los que la crisis ha relegado casi a la indigencia. Ofertarles un trabajo breve un sábado por la mañana se me antojaba cruel en el sentido de reavivarles unas esperanzas en un futuro que, a la vista de cómo se están desarrollando los acontecimientos, no parece que vaya a ser mejor.

Días atrás me comentaba un periodista en Madrid que la gran crisis sectorial no es la del ladrillo, sino la que afecta a los medios de comunicación. Acaso ha llegado el momento de que los periódicos, las emisoras de radio y los canales de televisión tengan que sobrevivir de la misma forma en que lo hacen las orquestas sinfónicas o los ballets de prestigio: mediante subvenciones públicas otorgadas de forma permanente. O eso, o la desaparición. Ciertamente, en los últimos años se ha producido un auge insensato de empresas relacionadas con la información. De acuerdo que no podíamos seguir por la vida con dos pelucas, pero tampoco calvos. Y vamos camino de quedarnos bastante calvos si la sociedad no es consciente de lo que vamos a perder. ¿Y qué vamos a perder? Tal vez lo más procedente sería preguntar a qué época de la historia vamos a regresar si nos quedamos sin medios de comunicación. Ni siquiera al siglo XIX; en realidad, ni siquiera al XVIII, sino un poco más atrás. Aunque ya en la Roma de los romanos existían las actas públicas para transmitir noticias, la prensa como la conocemos hoy nació en Inglaterra en 1702; desde entonces podemos saber lo que ocurre no sólo en nuestra calle o en el itinerario, más o menos largo, que media entre nuestra casa y el lugar de trabajo, sino también lo que acontece en el pueblo de más allá. Dicho de otra forma, hoy, sumidos todos en una crisis fuerte, resulta tentador para las empresas en general prescindir de la publicidad porque a corto plazo eso no se nota. Todo fumador incorregible está convencido de que el tabaco es inocuo porque un solo cigarrillo no lo mata. A la larga, sin embargo, mi amiga la que me llamó a las diez menos diez de un sábado tendrá que conformarse con presentaciones a las que vayan las personas, posiblemente no más de dos docenas, a las que haya podido convocar por teléfono. Y lo mismo le aguarda a quien quiera dar a conocer un libro, o un acto cultural, o lo que sea. Salvo, claro está, que en su más absoluta ingenuidad alguien piense que Televisión Española enviará un equipo desde Madrid -o mismamente desde Las Palmas, que es donde se corta el bacalao regional- para cubrir el "evento".

Como colofón a lo anterior quiero comentarles una carta remitida por un joven licenciado en Comunicación Audiovisual -eso me dice- que termina Periodismo en la Universidad de La Laguna y no encuentra trabajo. Afirma que está cansado de dejar su currículo aquí y allá, sin resultado alguno, y me pide consejo. Vamos allá. El 5 de enero de este año publicó "The Wall Street Journal" la lista de los 200 mejores -y peores- trabajos en Estados Unidos, según criterios de entorno laboral, ingresos económicos, salidas profesionales, demanda de cada ocupación y estrés ocasionado. La profesión de periodista ocupa el puesto 184. Mal asunto, desde luego, pero los escritores técnicos especializados están muchísimo mejor: están en la decimotercera posición, por delante incluso de los ingenieros industriales. Lo cual me lleva a dos conclusiones: una, los medios de comunicación sufren un castigo económico que no se merecen y que van a pagar a medio y largo plazo quienes inconscientemente lo están causando; dos, quizá el castigo no sea tan malo si lograr barrer a muchos charlatanes con un micrófono en la mano que viven de esparcir la alarma social apenas caen cuatro gotas, o a tipos caducos que se ponen a escribir de las cualidades de una encuesta sin tener ni puta idea de lo que es, verbigracia, la teoría de muestras.