CALCULABA que este mes debería dedicar la mayor parte de mis ingresos a pagar deudas con la Hacienda estatal y autonómica. No me equivoqué. Hablo, por supuesto, de los pagos habituales al final de cada trimestre, pues tengo por costumbre no dejar pendiente ninguna cuenta con el Fisco. Más me vale, al igual que a todos ustedes, porque un solo día de retraso me supone un 20 por ciento de recargo. Eso de entrada; si me sigo retrasando, embargo al canto. La Hacienda estatal lleva varios meses de retraso en devolverme una cantidad importante. Me dice mi asesor fiscal que la Ley le concede a la Agencia Tributaria hasta el 31 de diciembre para reintegrarme lo que ha cobrado de más. Sobra decir que Hacienda no se sanciona a sí misma con el 20 por ciento de recargo cuando se retrasa. Tan sólo, y eso también me lo recuerda mi asesor fiscal, a partir del 1 de enero me pagarán unos raquíticos intereses oficiales. No quiero intereses; quiero mi dinero.

Mi asesor fiscal, que es un hombre pulcro e inflexible -algo que le agradezco porque las pifias con los funcionarios del Fisco nunca son baratas-, también me dice que si debo pagar ahora esa abultada cantidad de dinero es porque he tenido ingresos en proporción directa. Sí, y no. Bien sabe mi asesor, que es asimismo un hombre de números, la cantidad de facturas que he emitido a organismos oficiales y que no he cobrado. Trabajos por los que ya he tenido que pagarle a mi gente, y por los que ya he tenido que abonar el cinco por ciento de IGIC pese a no haber cobrado todavía ni un céntimo. Y eso ahora y con el Erario canario. Dentro de unos meses, cuando me toque la declaración de la renta, tendré que volver a pagar por unos supuestos beneficios que ni siquiera he visto. No hay otro camino. La única forma de cobrarle a un organismo oficial es presentar una factura oficial. A la hora de la verdad, eso es evidente, no se cobra ni con una factura sellada por el Papa Benedicto.

Pese a todo, soy afortunado. No todos cuentan con un asesor fiscal capaz de oír sus airadas quejas contra el sistema un lunes por la noche. Yo, sí. Mi asesor permite que me desahogue y luego, con mucha paciencia, transforma mi irascibilidad en sosiego. "Piensa que pagar impuestos tiene sus ventajas", me dice. "En muchos países subdesarrollados, si un tipo se cae muerto en una acera sigue ahí horas y hasta días sin que nadie lo recoja. Aquí, no; aquí tenemos un Estado que somos todos y que debemos sufragar entre todos. ¿Tú me estás entendiendo?".

Claro que sí. Mi capacidad de comprensión es bastante grande. Tanto, que me quedo tranquilo y hasta duermo sin pesadillas. Pero a la mañana siguiente, reincidente que es uno, cometo la torpeza de abrir el periódico justo para enterarme de que el Gobierno canario tiene ultimado un plan sublime: los empleados de empresas que así lo soliciten podrán trabajar menos horas y cobrar la parte alícuota por ello sin menoscabo alguno para su bolsillo, ya que la Administración aportará el resto para completarles el salario. La única contrapartida es que se apunten a un curso para adquirir conocimientos de no sé qué.

Nunca he pensado, la verdad sea dicha, que el dinero de mis impuestos se gastase de la mejor forma posible, pero tampoco imaginé que pudiese usarse para fomentar la gandulería.