LLUEVE, ventea y hasta hace frío en este enero que se ha tornado gélido en toda España. En Canarias menos, pero también. Por eso no entiendo que en los semáforos encontremos a muchachos de pocos años, en horas en las que deberían estar en la escuela, vendiendo pañuelos de papel, limpiando parabrisas o haciendo malabares. Por sus ropas diría que no son como los mendigos de toda la vida, esos pordioseros con andrajos que, abrigados por cartones, dormitaban en cualquier banco sin más compañía que la de una botella de alcohol barato. Los de ahora visten normal, pero observan una actitud mendicante; son los nuevos pobres, los hijos de la crisis económica, cuyos padres frecuentan los comedores sociales y engrosan las filas del paro.

No podemos mirar para otro lado. Esto está pasando en nuestros pueblos y ciudades, sobre todo en las grandes poblaciones, donde los inmigrantes -con o sin papeles-, atraídos por el destello de las luces de neón, por la supuesta necesidad de mano de obra y por la promesa de un mundo mejor, han llegado por cientos de miles. Unos por avión, otros en patera o en tren, algunos en los bajos de los camiones, de polizones en los barcos de pesca, como cantantes o bailarines de grandes grupos, cualquier fórmula ha sido válida para llegar a una España que es Europa, y en la que todos nos habíamos vuelto ricos. El españolito buscaba mano de obra barata, ilegal en la mayoría de los casos, pues no se puede olvidar que hemos sido y somos un país de pícaros, por lo que aprovechándose de la necesidad de los "sin papeles" se han incumplido todas las normativas vigentes, se han conculcado el derecho laboral y hasta los derechos humanos. España estaba sembrada de inmigrantes que huían de la miseria, de las hambrunas, de las guerras y guerrillas, de las persecuciones políticas y hasta de un matrimonio de conveniencia, siempre dispuestos a realizar los trabajos que los nuevos "ricos" ya no querían, con la esperanza de legalizar su situación en nuestro país y contribuir, desde la distancia, a mejorar el estatus familiar en su nación de origen.

Pero las cosas cambiaron y llegó la crisis económica azotando a los naturales y a los foráneos. Da igual que se trate de inmigrantes regulares o irregulares, hay precariedad para todos. Muchos de ellos ni siquiera han podido acogerse al retorno voluntario, no saben dónde ir ni qué hacer, están condenados a la mendicidad o a la delincuencia, pernoctan en albergues sociales o se hacinan en pisos en los que alquilan camas por horas. Ha aumentado la agresividad -son más frecuentes las peleas a navaja por un bocadillo o los crímenes pasionales, ahora metidos todos en el saco de la "violencia de género"-, también el índice de robos, la existencia de clanes que saquean gasolineras, iglesias y farmacias, pero sobre todo la prostitución y el menudeo de droga. Los mismos que antes rechazaban un jornal en el campo o servir en una casa familiar, ahora se pelean por conseguir unas horas de trabajo. Pese a tantas leyes y órganos de control, aumenta la economía sumergida y el clientelismo del Estado; en resumen, que esta sociedad nuestra va de mal en peor.

Preocupan mucho los "sin techo", los que aunque no vayan con andrajos duermen en los portales y piden extendiendo la mano. Son los actuales mendicantes, se cuentan por miles y están ahí, a la vista de todos, con sus fundas de instrumentos abiertas, con sus juegos malabares, sus caras de mimos, sus pañuelos de papel y sus niños. Por cuánto tiempo, no lo sabemos, pero no basta con cambiar de acera, apurar el paso o poner el seguro de apertura del coche si nos sentimos amenazados por su presencia. Se sabe que el hambre es fea y que para un hombre con hambre no hay barreras legales ni morales, pero no debemos temer a los que van de frente y te ofrecen su arte sin más, simplemente esperando unas monedas, poca cosa. Hay que cuidarse de esos otros que se agrupan en clanes, que esgrimen un puño de acero o una navaja por nada, que traen su cultura de embaucadores a lomos de afectos fingidos por regresar a la madre patria, a la tierra de sus ancestros en busca de sus raíces sin perder los hábitos más perniciosos de sus países de origen. También de los que desde el norte de África hablan de lo que España ha robado a su pueblo y de las antiguas fronteras árabes. Y, por supuesto, de todos aquellos que provienen de países en los que matar sólo es cuestión de dinero, o de los que se inmolan como forma de llegar a su dios y alcanzar una gloria eterna. Es un dios que bendice la venganza y el resentimiento, una espada de Damocles para los valores conquistados por las sociedades democráticas.

Con tal panorama comprenderán que no compre pañuelos de papel en los semáforos y que ayude a los menesterosos de siempre, gente honrada que nunca se prestaría a ocasionar una catástrofe moral de tanta magnitud y cuyas necesidades son verdaderamente reales. Es triste, pero hasta a los más humildes roban los pícaros.