CUANDO este artículo se publique, se habrán vertido ríos de tinta sobre la enorme catástrofe que ha supuesto el terremoto de Haití, cuyas imágenes han sacudido las conciencias de este lado del mundo, en el que ni todas las crisis juntas pueden equipararse al infierno que se está viviendo en estos momentos en el país caribeño.

Haití es una realidad que, hasta hoy, para nosotros resultaba lejana y exótica, pero, como tristemente suele suceder, la tragedia la ha colocado en el mapa para recordarnos que, como decía Paul Éluard, "hay otros mundos, pero están en este".

En ese otro mundo que es Haití la mayor parte de la población -ya ni eso- malvivía con unos pocos dólares al mes, en el mejor de los casos (la renta per cápita es de 700 dólares) y el 80% de los ciudadanos, los más pobres de América, no come cada día. En ese otro mundo que hoy se nos ha hecho realidad de golpe, no hay industria, y la economía se sostiene con la agricultura y la pesca, en un lugar que sólo conserva el 2% de su masa forestal.

Estos días se ha venido a añadir a la macabra suma de desgracias un nuevo terremoto que ha destrozado aún más un lugar explotado en los tiempos de la colonización y, tras su proceso revolucionario y su independencia -que marcó un hito en la abolición de la esclavitud-, esquilmada por los sucesivos gobernantes y sometida a una inestabilidad política casi perenne.

Mirándonos en los ojos de Haití, nuestros problemas parecen mucho más pequeños. Porque tras la catástrofe, que azota siempre con más virulencia a los débiles, vendrá una reconstrucción que tardará años, que quizá no vean concluida nuestros hijos.

Y, con todo lo triste que es el rostro de la tragedia, también estos días hemos tenido imágenes para reconciliarnos con la vida. Momentos de esperanza que vienen siempre de la mano de la solidaridad. De hombres y mujeres que se han estado jugando la vida sobre el terreno para ayudar a quienes más lo necesitan.

En este sentido, Canarias, como siempre, se ha volcado, a pesar del momento económico que vivimos. Tanto las instituciones como los cuerpos de seguridad, bomberos, voluntarios, y los ciudadanos a título individual han respondido de manera ejemplar, aportando lo que han podido, en la medida de sus posibilidades, para ayudar a mitigar el dolor, el hambre y la miseria del pueblo haitiano, al que hoy sentimos muy cerca.

Nos duele Haití porque cuando miramos su rostro nos damos cuenta de lo afortunados que somos a este lado del mundo. Nos duele, porque somos un pueblo emigrante de corazón solidario y no es la primera vez que hacemos nuestra una desgracia que, aunque ocurra lejos, nos impacta igualmente.

Nos duele Haití y esperamos que, gracias al esfuerzo de todos y la ayuda internacional, poco a poco se vaya levantando (quizá con más fuerza para la lucha diaria) un pueblo que hoy está en nuestro pensamiento y que ya nunca volverá a ser el mismo.