LOS PRIMEROS controladores fueron captados entre el personal que en los antiguos aeropuertos atendía a los pasajeros para indicar, en español o inglés, a qué puerta debían dirigirse para acceder al avión. En una siguiente fase, los hijos de personal del Ejército del Aire que no lograban ingresar en la Academia General del Aire eran quienes entraban a formar parte de ese Cuerpo, pues, por entonces, la Aviación Civil estaba integrada en el Ministerio del Aire con categoría de Subsecretaría. Al recién creado Cuerpo de Controladores se le asignó en la Administración General del Estado la categoría C, lo que significaba que como único requisito de ingreso se exigía el título de Bachiller.

Cuando en España arrancaron los planes de desarrollo, en los que el turismo se convirtió en motor básico de progreso, los controladores se percataron de la importancia de su función y comenzaron a reivindicar derechos excesivos mediante presiones que indujeron a los mandos del Ejército del Aire a considerar la posibilidad de sustituir a los controladores díscolos por el personal militar destinado en torres de control de bases aéreas y aeródromos, dotados entonces de una preparación técnica suficiente para asimilar la operación de la Aviación Civil.

Con dicho objetivo, en 1976, el Ejército del Aire envió al Instituto de Eurocontrol de Luxemburgo a un grupo de oficiales y suboficiales que, tras un periodo de seis meses, obtuvieron la capacitación para operar tanto en control convencional como en el sistema de radar secundario. Terminado el curso, se crearon los destacamentos CAMO (Circulación Aérea Militar Operativa), con objeto de sustituir a los controladores civiles en conflicto por el personal militar ya perfectamente capacitado.

La voluntad política de aquel momento adoleció de la fuerza suficiente para no contemplar la maniobra de sustitución en el momento adecuado. A partir de entonces, los controladores civiles, con el apoyo de poderosos sindicatos, se crecieron en su demanda de incrementos abusivos de sueldo y aumentaron la presión sobre los sucesivos gobiernos para obtener de la Administración el ascenso del Cuerpo a la categoría B, por la que se exigía a los nuevos aspirantes poseer cualquier título de Técnico de Grado Medio o alguna diplomatura, aunque no tuviera relación con las materias propias de su futura y elemental preparación técnica.

Como los emolumentos del sistema funcionarial no colmaban sus aspiraciones, solicitaron la reclasificación del Cuerpo en el grupo A. Al no conseguirlo, se desligaron de la categoría de funcionarios pasando a ser personal contratado en Aena, donde comenzaron a percibir los sueldos más elevados de toda la Administración, muy superiores a los de un magistrado, un abogado del Estado, incluso al del propio presidente del Gobierno. Todo lo cual planteaba un panorama absurdo y vergonzoso.

En un alarde de corporativismo, pasando por encima de una prerrogativa exclusiva de la Administración, restringieron el acceso y rechazaron al personal militar, suboficiales controladores, técnicamente preparados incluso mejor que los propios civiles. Y con un descarado nepotismo, cerraron filas y puertas en favor de sus afectos y allegados.

Para dotar de apariencia importante al Cuerpo, subieron el listón de condiciones para el ingreso, dando preferencia a titulados superiores, quienes, ante la precariedad del mercado laboral, optaron por aceptar un trabajo de menor entidad que el de su frustrada vocación a cambio de unos emolumentos escandalosamente suculentos y unas condiciones laborales de una confortabilidad incuestionable. Así, el colectivo se muestra ahora plagado de licenciados y técnicos de Escuelas de Ingeniería, con lo que supone de despilfarro intelectual que esta sociedad no debiera haber permitido por cuanto la formación de un controlador se cubre con el aprendizaje de apenas unos meses.

Su capacidad de chantaje es ilimitada, pues aparte de la facilidad de presión que otorga el "trabajo a reglamento", las compañías aéreas se ven en la necesidad ineludible de conceder billetes gratuitos en las clases altas para estos funcionarios con los que conviene estar a bien, so pena de que alarguen su operación con algunas vueltas de más en espera, o que las prioridades se adjudiquen a las "low cost" extranjeras, que tanto se esmeran en tenerlos contentos por otros medios.

La sociedad canaria se ve especialmente damnificada, tal y como hemos sufrido de forma inaceptable durante este período navideño. Se avecinan Carnaval y Semana Santa, temporadas altas para el turismo, vital fuente de ingresos para esta Comunidad, terriblemente afectada por las anomalías de control aéreo.

Nuestra vulnerabilidad geográfica debiera contemplarse con prioridad absoluta por parte del Ministerio de Fomento ante un problema endémico generado en el poder y adquirido por un colectivo que ha encontrado cobijo en la dejadez de la Administración, pues ante unos empleados públicos que ganan 300.000 euros anuales, o más, y se ponen en huelga, debiéramos recordar a Ronald Reagan, que en semejante circunstancia los despidió en bloque para después readmitirlos de uno en uno y a cada uno en su sitio. A él no le tembló el pulso para resolver el conflicto.

Una solución menos drástica pasaría por la homologación del título de Controlador de Navegación Aérea, aplicándole el rango universitario acorde con su cualificación técnica y requisitos de acceso al Cuerpo. Y, sobre todo, control de la oposición de ingreso para desvincularla del bloque monolítico que se ha instituido como un quiste. Al tiempo, debería depurarse la cúpula con todos los medios legales al alcance de una gestión en la que, mediante las indemnizaciones pertinentes, lo menos onerosas posible, dejase puestos de trabajo vacantes para ser ocupados por nuevos ingresos en condiciones racionales de contrato y de proyección de futuro acorde con la lógica que impone el sentido común.

Difícil será la reducción de privilegios acaparados por este colectivo, pero, en este momento, se trata de encontrar soluciones con vistas al futuro inmediato para enmendar los fallos administrativos que han generado tamaño despropósito tan dañino para los ciudadanos, en especial en esta Comunidad afectada por su insularidad y la ultraperiferia.

Se trataría, al mismo tiempo, de dignificar una profesión cuyo desprestigio actual sólo se ve compensado por unos emolumentos impresentables.

No sirven de nada la indignación y el pataleo. El borrón y cuenta nueva requiere voluntad política y conocimiento de todas las variables que presenta el problema para encontrar las soluciones. Ahora bien, en este crítico momento, ¿quién le pone el cascabel al gato?... Tantas responsabilidades rehuídas deben aglutinarse en un esfuerzo colectivo que implique no sólo al Ministerio de Fomento como máximo responsable, sino que el propio Ministerio de Educación debe asumir el protagonismo de una intervención quirúrgica de alto nivel en cuya ejecución, hasta el día de hoy, ha escurrido el bulto en detrimento de una gestión política racional y adecuada.

Por todo ello clama esta ciudadanía canaria agraviada, por el insulto continuo e incontrolado de unos incontrolables controladores.