CUANDO estas líneas estén delante de los dos o tres lectores y las tres o cuatro lectoras que aún me aguantan, habrá comenzado un nuevo año, la gente estará atareadísima comprando los regalos de reyes y cada cual habrá jurado por su honor que esta vez, sí; esta vez va a cumplir los buenos propósitos que se ha hecho a sí mismo para los doce meses que tenemos por delante. Ah, se me olvidaba: en este sábado 2 de enero de 2010, segundo día del primer año de la segunda década del siglo veintiuno, habrán transcurrido unas horas desde que una exitosa tertuliana de boberías, famosa en las últimas semanas a cuenta de un comentadísimo arreglo facial, presentó las doce campanadas del nuevo año desde la Puerta del Sol para un canal nacional de televisión. Comentan las malas lenguas que la tal contertulia estuvo ensayando durante varios días para no equivocarse, habida cuenta de que la tarea, aunque en esencia sencilla, resultaba para ella de una arduidad intelectual descomunal. "Primero baja la bola, después vienen los cuartos y al final las doce campanadas", repetía una y otra vez -eso dicen- para no equivocarse.

En absoluto, lectores y lectoras; en absoluto. Pienso que se equivocan de parte a parte quienes han estado calificando a esta buena mujer -en el caso de las mujeres, lo decía el glorioso Cela, no es lo mismo ser buena que estar buena- de analfabeta e incapaz mental. La idiotez no la ha ejercido durante estos días esta señora, cuyo nombre no escribo porque no hace falta y porque ella no necesita ninguna publicidad adicional a cargo de mi humilde pluma, sino los cuatro millones de mongos que se han puesto delante de un televisor para ver su retorno a un programa de la pequeña pantalla; eso que a veces se llama, con gran acierto, la caja tonta. Mongos y mongas, claro, porque la simpleza neuronal nada tiene que ver con el sexo. Quizá los que no han nacido en Cuba, o al menos vivido algún tiempo en ese país de ardientes pasiones, desconozcan que en la Gran Antilla se llama mongo al cretino integral; al bobo de baba, como se diría por estos alrededores. No importa; ahora ya saben lo que es un mongo y una monga.

Nada tengo en contra de que una señora se haga un liftin -¿se escribe así?- de cara. Otros se tiñen el pelo de colorado y tampoco pasa nada. Cada cual tiene derecho a ejercer el esperpento de la forma que considere más oportuna. Tan sólo me sorprende, digámoslo así, ese gigantesco ejercicio de pollabobez colectiva. Cuatro millones de telespectadores es una cantidad respetable de gente; desde luego que sí. Gente intelectualmente poco respetable, claro, pero gente a fin de cuentas. Si hemos de ponernos serios -lo cual no pretendo en este sábado un tanto tonto-, quizá la explicación al éxito de "la estirada" haya que buscarlo en unas enormes ansias colectivas de escapar a la asfixiante realidad que nos oprime. Nunca, que yo recuerde, hemos empezado un año con tantas incertidumbres como este. Y eso asusta mucho. Lo suficiente para que imploremos milagros. Porque a fin de cuentas, no deja de ser milagroso que a una señora le arreglen la jeta de esa forma. Eso sí, insisto, de analfabeta y descerebrada, nada; analfabetos y descerebrados esos antedichos cuatro millones de mongos y mongas a costa de los que vive ella, y muy bien, por cierto.