EN CONTRA de lo que suele decirse, hoy no es un día de ilusiones sino de desilusiones por una incuestionable razón: el bombo de los premios es mucho menor que el de los números. Pero es también el día en que más o menos oficialmente comienza la Navidad, y eso es importante. Lo es incluso en una España que algunos se empeñan en descapitalizar espiritualmente. Un país en el que la gente no ha ido nunca a misa en masa, la verdad sea dicha -o al menos nunca lo ha hecho de forma devota-, pero en el que tampoco ha dejado jamás de ser cristiana. ¿Acaso sea esa la mayor de sus contradicciones? En absoluto. Una entre tantas, pero no la única. Existen otras de mayor calibre. Una de ellas es el perpetuo confiar en la suerte para que nos cambie la vida. Algo en lo que no somos únicos. Basta recordar lo ocurrido en Italia hace unos meses cuando, tras varias semanas de acumulaciones, un premio de la lotería alcanzó cifras astronómicas en millones de euros. Fueron muchas las personas procedentes de múltiples países europeos las que cruzaron los Alpes rumbo al sur para adquirir boletos de aquel fantástico sorteo.

Existe un aspecto, empero, que diferencia a los españoles de los otros europeos. En realidad existen muchos, aunque tampoco es cuestión de enumerarlos todos aquí y ahora. "A Dios rogando y con el mazo dando", reza un sabio refrán. La gente con los pies en la tierra no renuncia a probar suerte, pero tampoco se entrega a ella hasta el punto de abandonar las tareas susceptibles de asegurarles el presente y el futuro. En fin, ya que estamos con refranes, ahí va otro: "trabajo y economía son la mejor lotería".

La Navidad, el fin de año, el año nuevo y los Reyes componen un conjunto de fiestas adecuadas para cargarse de buenos propósitos y también para hacer un balance de los doce meses anteriores, si bien este último ejercicio cuenta con menos adeptos. Quizá no estaría de más en estos momentos, cuando dejamos atrás un año de crisis y nos adentramos en otro todavía más incierto, dejar a un lado los señuelos y centrarnos en la realidad; una realidad no necesariamente tan mala como algunos la pintan, pero sí lo suficiente complicada para no perder el tiempo en estupideces. Por ejemplo, la memoria histórica. Siempre he defendido el derecho de infinidad de familiares, e incluso la necesidad perentoria, de recuperar los cuerpos que una contienda fraticida dispersó por cunetas, fosas comunes y enterramientos clandestinos. Pero con sensatez. Lo que ha ocurrido con la supuesta tumba de García Lorca y otros ejecutados al comienzo de la Guerra Civil en Alfacar es una vergüenza histórica para los empeñados en reabrir heridas de antaño -desde luego que sí-, pero debería ser también un aldabonazo a la sensatez. Una agradable desilusión para muchos -disgusto aún mayor que el no obtener el gordo en el sorteo de hoy- si bien igualmente una oportunidad para caminar hacia delante; para afrontar el futuro sin olvidar el pasado -quienes olvidan están condenados a repetir- pero sin seguir anclados perpetuamente a los revanchismos. Si no está en Alfacar, ¿dónde está García Lorca?, es la pregunta habitual en estos días. En la memoria de todos, que es donde siempre ha estado y donde tiene que estar. Que no sigan ilusionándonos los espejismos, sean del tipo que sean.