1.- La Internet es una máquina maravillosa para recibir elogios, pero también para que a uno le envíen insultos. Los correos que recibo diariamente son variados en ese sentido. En general, la gente no sabe dialogar y elogia o insulta según le guste o no lo que escribo en el periódico o digo por la radio. Ante la imposibilidad de contentarlos a todos, sólo respondo a los mensajes educados, estén o no en sintonía con mis opiniones. Creo que en los foros (nunca he entrado en ellos) es mucho peor y que es en esa correspondencia donde me ponen a caldo de pota, casi siempre los mismos, por lo que me cuentan. Me hace gracia esta actitud de las personas exaltadas. Me motiva mucho. Ya saben ustedes que destrozaron tres o cuatro vallas publicitarias en las que se anunciaba mi programa en la radio. Esta salvajada no ha hecho otra cosa que alimentar mi ego, que ya estaba bastante gordo. Así que lo siento por ellos; además, la destrucción de los paneles no me causó perjuicio económico alguno porque los había cambiado por publicidad, método de origen fenicio, muy común entre los que nos dedicamos a esto. Sólo unos borregos pueden arremeter contra una valla porque aparezca en ella este humilde cronista de provincias. La libertad que se me ofrece aquí para escribir la aprovecho. Y digo lo que pienso. Y estoy contento de ser así. Y me encanta poder escribir en esa libertad. Los energúmenos que no son capaces de aceptar las ideas de los demás, que sufran. Esta es una tierra pacata muy descentrada en la que pulula mucho loquito suelto. La violencia es mala consejera. Ya me libré una vez de morir, atravesado por un hierro que pasó a centímetros de mi nariz durante una huelga portuaria, y se clavó en la pared de un despacho del periódico en el que trabajaba. Bien es verdad que era la época de la Transición, época por cierto muy dura y que yo viví tan intensamente. Pero a punto estuvieron de crujirme.

2.- Agradezco mucho las cartas de los lectores. Hago mucho caso de ellas, no crean. Al fin y al cabo son ustedes, desocupados amigos, los destinatarios de mis impresiones cotidianas, que pueden fallar en tantos aspectos. Cuando me dirijo a personas interesadas en el periodismo, siempre les digo que esto que hacemos es tan subjetivo porque el hombre no es un objeto, sino un sujeto. Así que lo que piensa y lo que dice el cronista ha de ser subjetivo. Un mismo accidente de tráfico visto por cuatro personas en cuatro esquinas diferentes generará cuatro narraciones distintas y a veces antagónicas. No lo duden. Por eso la discrepancia con el periodista, que se asoma cada día a su ventana de papel, es buena y no tiene por qué discurrir por sendas de crispación, sino volverse amable e incluso instructiva e interesante para quien lanza la idea y para quien recoge ese testigo. No me pidan, sin embargo, que renuncie a mi ideología (si la tuviera), ni a mis ideales (si los tuviera), porque ya es tarde y además no quiero. Pero pídanme todo lo demás. Estas disquisiciones se generan al calor de la Internet y de que acabo de borrar docenas de mensajes de una y otra tendencia: del elogio y del insulto.

3.- Por otra parte, el estilo coloquial que doy a la crónica invita al confianzudeo. Los lectores respetuosos dan gusto, pero no soporto a los confianzudos. Ni a los pesados. El pejiguera actúa como una ladilla culera y te asedia con comentarios que no le has pedido. Es el mismo tipo que te ve en El Corte Inglés y, para saludarte, te mete el dedo en el ombligo, al tiempo que pronuncia la terrible frase: "Qué gordo estás". Y tú, que lo sabes, lo fulminas con la mirada. Hay otro sujeto plúmbeo, que es el denso telefónico. Y también, cómo no, está el individuo apostado en una esquina estratégica, cuyo paso no puedes obviar; el pelma, que además te escupe cuando habla. Casi todos los pejigueras de esquina esputan al pronunciar sentencias. Si el pollo (o el resto del bocadillo del desayuno) es muy fluido, él mismo se encarga de dispersarlo con sus dedos por el jersey, al intentar que no te enteres. Tienes que cambiarte, fijo. No sé por qué, al jubileta se le afloja el riego salivar, debe ser por la falta de ocupación. Si te tranca por banda un jubileta, despídete. A todos estos especímenes los tengo que lidiar, a causa de mi profesión. Y no es que me queje, pero en muchas ocasiones resultan notablemente plastas. A cuenta de los esputos, terminaré con una anécdota del médico inglés , que ejerció en el Puerto de la Cruz. Le llevan una vieja con una afección pulmonar y el galeno pregunta a la comprendedora (persona que acompaña siempre al mago a las consultas y que habla en su nombre y le explica lo que dice el médico): "¿Esta señora esputa?". A lo que la comprendedora responde, con mucha seguridad: "No, doctor , antes era puta; ahora es alcahueta". La contaba el viejo físico inglés, en su mal español.

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