Cada vez estoy más convencido de que el ciudadano medio -el hombre de la calle, como ahora se dice- lo que exige de la justicia es que sea rápida, porque la rapidez acarrea seguridad.

El ciudadano desea saber, a la mayor brevedad posible, la suerte que va a correr su reclamación. Que se le dé a conocer de forma inmediata. Que con rapidez se establezca el orden perturbado, que eso, en definitiva, es hacer justicia.

Que se señale claramente lo que deben hacer y aquello que debe omitirse. Que esto se le exprese con palabras claras, sencillas, al alcance de cualquier persona, y no con un lenguaje intrincado, incomprensible, difícil de interpretar. No con ese lenguaje forense, que no puede entenderse. Que sea sencillo. Comprensible.

Y estas reflexiones me vienen a la mente meditando sobre temas de rabiosa actualidad que ocupan las columnas de nuestros rotativos. Uno es el de la seguridad ciudadana y, el otro, el de los llamados delitos de opinión.

Es posible que una de las causas del aumento de la inseguridad ciudadana, entre otras causas, se asiente en una profunda crisis familiar, moral, religiosa y laboral que resulta fácil constatar en nuestro entorno ciudadano.

Se ha dicho que existe una evidente correlación entre el paro y la delincuencia callejera.

Es necesario actuar rápidamente con energía, siempre acorde con la Ley y con el cuadro de derechos constitucionales y libertades públicas, para erradicar esa inseguridad, permitiendo elevar el nivel de pacífica convivencia y mejorar la imagen de la comunidad nacional. El Estado tiene sobrados medios para ello.

En la otra cuestión, en los llamados delitos de opinión, debemos abandonar la vía penal, que debe de ser de intervención mínima para castigar en vía civil, con elevadas sumas económicas a los que deterioran, de alguna manera, la imagen de cualquier persona.