AL FINAL SE CUMPLIERON las previsiones. Lo de Río estaba cantado. Lo dije ayer en un programa de radio, con el añadido de que me gustaría equivocarme. De hecho, hasta poco antes de las seis de la tarde deseé fervientemente estar equivocado. No esperaba, desde luego, una caída tan madrugadora de Chicago, máxime teniendo en cuenta la apuesta personal realizada en pos de esa ciudad por el matrimonio Obama. Superar a Estados Unidos, en el sentido de haber sido derrotados después de que lo fuese la primera potencia mundial, dulcifica una derrota que, pese a todo, sigue siendo eso: una derrota. En muchas facetas de la vida ser puede ser el quinto o el décimo tercero y sentir satisfacción porque el primer puesto, aun siendo importante, no lo es todo. En el deporte, no; en una competición sólo hay un ganador. El segundo ya ha perdido.

Madrid ha sido vencida en sus aspiraciones a organizar los Juegos Olímpicos de 2016; eso es incuestionable. Sin embargo, esa derrota también ha sido una victoria de toda España. Por primera vez en mucho tiempo políticos y no políticos han aparcado sus bandolerismos ideológicos para apoyar juntos una elección que hubiese beneficiado mucho a la Villa y Corte, qué duda cabe, pero también a todo el país. País, nación, nación de naciones, concepto discutido y discutible -lo que se quiera, que ya ni sabe- subdividido hoy múltiples reinos de taifas, pero que en 1992, precisamente con la celebración de la Olimpiada en Barcelona, le demostró al mundo que ya no era la España negra; la España decimonónica y rural en el peor sentido del término; la España que acabó a tiros fraticidas en 1936. Lejos están, ciertamente, aquellos acontecimientos del quinto centenario calificados por algunos como fastos innecesarios -sobra decir que muchas veces los fastos son necesarios-, pero conviene no olvidar ese importante punto de inflexión en la historia propia.

La idea de dividir, subdividir y volver a dividir reiteradamente es muy tentadora en el ámbito de las aspiraciones personales. Miremos el mapa de España y preguntémonos qué serían hoy muchos líderes periféricos sino no existiera el Estado de las autonomías. Nada más lejos de mi intención criticar la actual estructura administrativa y política española. Al contrario: estoy convencido de que los canarios, los catalanes, los vascos y en general los habitantes de cualquier comunidad autónoma o región son quienes mejor saben lo que más les conviene a la hora de construir determinadas infraestructuras u organizar, por ejemplo, sus respectivos sistemas sanitarios. Todo ello por no hablar también de preservar, e incluso potenciar, las peculiaridades históricas y culturales de cada cual. Determinadas empresas requieren, empero, el esfuerzo común. Algo que ha entendido bien Europa, unida hoy después de siglos de guerras, invasiones, crímenes colectivos y genocidios sin cuartel. Lástima que la política exterior y de defensa europea continúen siendo asuntos naciones. El mismo dislate que suponen, ya en nuestro espacio interno, las ansias de algunas autonomías por asumir competencias que acaso les quedan demasiado grandes.

¿Y todo esto a cuenta de una candidatura para sede olímpica? Pues sí. Hace tiempo que las olimpiadas no son meras competiciones deportivas; hoy constituyen la muestra de lo que es un país y, sobre todo, de lo que es capaz de ser.