En los últimos tiempos hemos asistido a una ofensiva voraz encaminada a desprestigiar los servicios públicos, con especial agresividad cuando las críticas son dirigidas a uno de los pilares en los que se sustenta el tan frecuentemente llamado Estado del Bienestar, en concreto la sanidad. Por ello, me veo obligado a compartir con ustedes una experiencia que debe hacer reflexionar a los que sólo ven los aspectos negativos en la sanidad pública, críticas generalmente orientadas, no a los profesionales sanitarios, sino a aquellos que la gestionan y que tan a menudo nada o casi nada tienen que ver con los primeros.

Hace aproximadamente cinco meses tuvo lugar el nacimiento de nuestro hijo Alfonso, hecho que se produjo en el Hospital Nuestra Señora de La Candelaria, decisión que mi esposa y yo adoptamos tras valorar sopesadamente la disyuntiva que se nos presentaba entre la posibilidad de que tan esperado acontecimiento pudiera darse en la sanidad pública o privada. Y sin que deba entenderse como una crítica a esta última, ni mucho menos (las referencias también son excelentes), lo cierto es que fue una de las decisiones más acertadas que hemos tomado, y no por los argumentos tan típicos de que está dotada de los mejores medios, sino fundamentalmente por la profesionalidad, cualidad que ya les suponía y, sobre todo, la calidad humana que todos los profesionales sanitarios nos dispensaron, tanto a mi esposa como a mi hijo.

Pero si tenía claro todo ello, por esas cosas de la vida o más bien por esas cosas que le pasan a los niños, Alfonso fue ingresado el jueves día 10 de septiembre a causa de unas fiebres muy altas cuyo origen era desconocido, luego he sabido que en todo manual de pediatría hay un capítulo referido a "proceso febril sin foco conocido". Desde el primer momento fuimos arropados por médicos, enfermeros, auxiliares y demás personal, proporcionándonos lo mejor de sí mismos a nivel profesional pero, sobre todo, transmitiéndonos seguridad, tranquilidad y amabilidad, virtudes que no van en la nómina y, sin embargo, resultan impagables para aquellos que se encuentran en una situación tan difícil, especialmente para unos padres primerizos tremendamente asustados, como era nuestro caso. En estos instantes echo la mirada atrás y me emociona profundamente recordar, entre otros, a las dos Anas (matrona y enfermera), por su dulzura y atención, la amabilidad de la doctora Del Castillo, la atención y preocupación de Inmaculada Méndez, la seguridad y serenidad que nos transmitió el doctor Domínguez Coello, así como el doctor J.J. Rodríguez Hernández, y un largo etcétera de profesionales a los que hago extensible este reconocimiento.

No pretendo desagraviaros de las permanentes críticas de las que injustamente sois sujetos pasivos, sería necesario mucho más que esto, pero quiero aliviaros y sobre todo animaros a continuar en tan ejemplar ejercicio profesional que todo servidor público debería imitar. Soy consciente de que tenemos una deuda que no tiene precio, no obstante espero que aceptéis como moneda de pago estas palabras amables, cargadas de sinceridad, de agradecimientos y de admiración. Un millón de gracias.

Familia Serrano-Jover Dorta

El pianista del Puerto

Se preguntaba el maestro de periodistas Francisco Ayala el lunes pasado por el nombre de aquel pianista del Puerto que alegraba la vida de los visitantes, allá por el paseo Colón. Si la fértil memoria del amigo Paco Ayala le flaquea, imagínense Vds. la mía. Pero no se me olvida en las escasas ocasiones que, por vivir en la Península, fui por el Puerto en la época que recuerda el amigo de Milicias, que era obligada la ida a un local, a merendar o a tomar unas copas, donde Foronda alegraba la estancia del visitante y cliente. Imagino que sería a él a quien se refería Paco Ayala.

José Mª Segovia Cabrera

(Madrid)