1.- El pasado domingo, fecha de mi cumpleaños, me quedé, por segunda vez en mi vida (la primera fue hace treinta y tantos años, estando yo en el cuartel), tirado en la autopista. Al margen de los equilibrios que tuve que hacer para dominar sobre la marcha una avería múltiple en el sistema electrónico, tan sofisticado, de mi coche, era de noche y no era agradable estar parado e indefenso en una recta en la que los coches pasaban a 120 kilómetros por hora a pocos centímetros de mí. Encendí los intermitentes de emergencia, que sí funcionaban, me puse el chaleco amarillo, coloqué el triángulo de averías, llamé al 112 y esperé. El 112 respondió enseguida y me dio las instrucciones: "Llame a su seguro, que le enviarán una grúa y comuníquenos si tiene algún problema o si ha solucionado el asunto". Yo estaba en el arcén de la autopista del Norte, con dirección al Puerto de la Cruz, en el municipio de Santa Úrsula, luego no existía grave riesgo de accidente. Telefoneé a Mapfre, que es mi aseguradora desde hace muchos años. Me atendió, al segundo tono, una operadora de lo más amable. "Ponga usted los triángulos", me dijo. "Ya los coloqué", respondí. "Denos su posición y sus datos". Se los di.

2.- "Manténgase a la escucha", me dijo la joven operadora, "en unos instantes le diré cuánto tiempo va a tardar la grúa en llegar hasta el coche; mientras tanto le enviamos un taxi que lo recogerá a usted y al resto de los ocupantes del vehículo". No sólo esto, sino que en mi móvil apareció un sms informándome de que la grúa estaría allí en unos 25 minutos (llegó antes) y el taxi en 20 (tardó 15). Todo se arregló en ese tiempo: se llevaron el coche y me dejaron en mi casa, donde recogí otro vehículo para seguir la ruta. Telefoneé, según instrucciones recibidas, al 112 para comunicar que todo estaba solucionado y aquí acabó la aventura. Lo curioso es que el test de averías del coche no me dio alarma alguna antes del fallo eléctrico múltiple, pero yo notaba algo raro en el vehículo; algo que no podría definir.

3.- Digo que fue la segunda vez. Porque la primera ocurrió hace treinta y tantos años, estando yo cumpliendo la instrucción militar en Hoya Fría. Viajaba hacia el cuartel, a toda leche porque llegaba tarde, en un Fiat Abarth que me había prestado mi amigo Francisco Hernández, "el Pichote". En plena autopista, el coche empezó a echar humo, que se convirtió luego en mucho humo, y yo paré como pude y me arrimé al arcén. Llegó la Guardia Civil y cuando el cabo vio el motor, echando humo, me dijo: "¿Es suyo?"; "no, agente, es prestado"; "pues dígale al dueño que este coche tiene más piezas que no son suyas que las propias, pero yo no he visto nada". "Ah, por cierto, ¿quién es el dueño?"; "el Pichote, agente"; "pues no me diga más", respondió el cabo, con unas risas. Se fue la Benemérita y aún llamaron por teléfono (no existían los móviles, claro) para que me fueran a recoger. Nunca pasé más vergüenza, vestidito de militar.