Estoy orgullosa de mi profesión y de lo que ello implica. Elegí intentar ayudar a mantener la salud de la población, aunque para ello tuviese que convivir con la enfermedad y el sufrimiento del ser humano, y elegí procurar que mis pacientes tuviesen los mejores cuidados que yo pudiese darles. Lo que no elegí fue sentir pánico porque mis jefes me ordenaban hacerme cargo de 30 enfermos o más; no elegí que me enviasen sola a una unidad en mi primer día de trabajo, no elegí trabajar, en una misma tarde, en tres unidades distintas; no elegí que me exigiesen conocer el funcionamiento de un aparataje que no había visto nunca...

Habrá quien diga que esos son los inconvenientes de mi elección y que mi obligación es hacerlo bien. A ellos sólo les contestaría que nadie mejor que yo sabe que no estoy haciendo un trabajo banal; que soy consciente de que en mi trabajo, en muchas ocasiones, lo que está en mis manos es la vida de la personas y que nadie más que yo desea no tener el más mínimo fallo en los cientos de actividades que, contrarreloj, hago en cada turno; que esos "inconvenientes" los intento superar de la mejor manera posible sin que mis pacientes sufran sus consecuencias. Y también les diría que me apena comprobar cómo, en un sólo día, un hecho aislado, desgraciado pero aislado, pone en tela de juicio mi trabajo y el de más de 200.000 compañeros que, día a día, se dejan, nos dejamos, lo mejor de nosotros intentando mantener la salud de los ciudadanos.

Natalia Castro Melián

Vida y muerte

En la génesis de la vida en nuestro planeta Tierra, la llegada del hombre a través del tiempo se hace realidad. Y una vez asentado el hombre como ser racional e inteligente, con espíritu y alma, afrontaremos la muerte como hecho normal y natural. Sin embargo, esta muerte es relativa ya que desaparece nuestro cuerpo (nuestra envoltura), no así nuestra alma-espíritu que es perenne. Sentada esta base imaginativa dentro de lo real o irreal podemos afrontar también lo siguiente como ley divina.

Todas las personas que mueren, pase el tiempo que pase, su alma aflorará al instante en el lugar que Dios, por nuestros propios méritos, nos tiene reservado. Pero no en diferentes espacios, según el tiempo o época de nuestra vida en que fallecemos, sino todo a la vez, tanto para los que murieron al principio de los tiempos como los que mueran en toda la existencia humana. Para entender por qué esto es así, se debe a que el tiempo una vez que hemos muerto desaparece unificando todo al instante. O sea, para mayor claridad, nosotros, en vida, en esta vida terrenal, clasificamos los hechos por épocas con arreglo a nuestro reloj biológico humano. Sin embargo, en el instante de morir este reloj desaparece, uniendo todos los tiempos habidos de muertes en un instante ante Dios. Por lo tanto, es igual que una persona haya muerto hace millones de años, pues tras la muerte el tiempo desaparece. Estarán todas nuestras almas al mismo instante ante Dios. Poniendo un ejemplo terrenal, para una mayor comprensión, si Vd. entra en coma con diez años de edad y despierta cuarenta años después, en su yo interno, en el momento de despertar seguro que, como mucho, Vd. creerá que sólo han transcurrido 24 horas. Porque esos cuarenta años desaparecieron en el tiempo para su vida activa terrenal, por lo que para Vd. ese tiempo no existió.

Como conclusión a este escrito, tenemos la interesante opinión del físico británico Julian Barbou, quien expone que, en una dimensión especial, el tiempo simplemente "no existe". Que el tiempo es un instante continuo que está plasmado en muchos "ahoras", todos diferentes los unos de los otros. Por lo que la gente, según Barbour, no puede capturar el tiempo debido a que no existe en absoluto dentro de lo que llamamos eternidad. En algún espacio del cosmos, el futuro (nuestro futuro) ya está allí desplazado; cada segundo de nuestro pasado también está presente, no como un recuerdo, sino que un vivo presente. Según Julian Barbour.

Juan de la Rosa González