FUE MIGUEL Boyer, ministro de Economía, Hacienda y Comercio en el primer Gobierno de Felipe González, quien enunció el célebre pensamiento de que lo bueno para los trabajadores no ha de ser necesariamente malo para las empresas, y viceversa. Ciertamente a Boyer, físico y economista, le sobraba bagaje intelectual para expresar esta y otras ideas, si bien no estaba diciendo nada que no hubiesen puesto por escrito otros. El "pero" a su "perla" no hay que buscarlo en lo dicho ni en el momento de decirlo -España acababa de darse a sí misma, y por amplia mayoría, el primer Gobierno de izquierdas desde la hecatombe de la Guerra Civil-, sino en el cinismo -comedido, pero cinismo a fin de cuentas- de alguien que se sentaba cada viernes, durante el correspondiente consejo de ministros, junto a quien iba a dejar España tan cambiada que no la reconocería ni la madre que la parió. Porque en forma alguna era compatible el socialismo asceta de Alfonso Guerra, con ese estilo de acceder a la opulencia desde la progresía que no sólo predicaban, sino también practicaban con ahínco, muchos socialistas de nuevo cuño y bastantes de los históricos. Aquella caterva, ustedes lo recordarán, conocida y consolidada posteriormente, ya siendo Solchaga titular de Economía, como la beautiful people. Gente pero que muy guapa, que tuvo entre sus iconos más distinguidos a Isabel Presley; ínclita "personaja" del papel couché que también años más tarde, casualidades de la vida, pasaría a ser la señora Boyer. A día de hoy, siguen sin recibirla en La Zarzuela -ni la esperan-, pero no todo sale siempre a pedir de boca.

Aquella España del felipismo -no del II, sino del González- se parecía bastante a la actual: un desempleo galopante y un futuro más negro que el betún. Por eso, al margen de quien lo expresase y con qué intenciones lo hiciese, convendría no echar en saco roto ese concepto de que lo bueno para las empresas puede ser también adecuado para los trabajadores, y al revés. Una idea bastante alejada, eso parece, de lo que piensan algunos sindicalistas de hoy. "Los trabajadores no tienen nada que perder, y para que los entierren a ellos, ellos van a enterrar a Spanair", acaba de decir la representante de Comisiones Obreras del sector aéreo, una tal Carmen Díaz de la Jara, a cuenta del conflicto planteado en dicha compañía a cuenta de traslados masivos de empleados desde Palma a Barcelona. Conflicto en el que no voy a entrar porque carezco de una información cabal sobre el mismo. Supongo, simplemente porque la razón nunca está de un solo lado, que los argumentos de ambas partes tienen puntos defendibles. No es de recibo, en cambio, el retorno a un lenguaje de lucha de clases que se suponía abolido. "Obrero despedido, patrón colgado", se cantaba por doquier en las manifestaciones de los ochenta.

Nadie niega que la situación de casi cuatrocientos trabajadores de la citada empresa sea desesperada; nadie niega incluso que desde la dirección de Spanair se haya procedido con cierta injusticia. Cabe preguntar, no obstante, si liquidar completamente a una compañía -es decir, privar de trabajo a unas 3.000 personas- es lo más adecuado en un país cuya tasa de paro, conviene no olvidarlo, duplica a la media europea.