LA CONDENA del asesinato del inspector de Policía Eduardo Puelles a manos de la ETA ha sido unánime, como lo ha sido la reacción de los políticos de todos los colores: por fin los socialistas y otras pequeñas fuerzas de la izquierda parecen haber abandonado toda tentación de negociar con los criminales, y sólo contemplan la perspectiva de acabar con su organización mediante la aplicación de la ley penal. El presidente de la Comunidad autónoma vasca, Patxi López, lo expresó con frase estudiadamente eficaz: "ellos nos han enseñado el camino del dolor; nosotros les vamos a enseñar el camino de la cárcel". Y los nacionalistas vascos, por su parte, han tenido al menos esta vez la decencia de no apelar al "conflicto vasco" como causa del terrorismo etarra

Cuando se produce un atentado con muertos, la política se suspende unos días para dar paso al dolor por la desaparición de las víctimas, y a la indignación por esta gravísima perturbación de la convivencia. Así es, y así ha de ser en toda sociedad normal, pues la muerte violenta es la peor de las agresiones, y sus efectos son definitivos y sin vuelta atrás. Nadie tiene derecho a disponer de la vida de nadie; sólo el poder legítimamente constituido tiene el monopolio de la violencia sobre las personas en toda sociedad civilizada, y aun así, felizmente avanza en todo el mundo la proscripción de la pena de muerte, fruto de la creciente convicción de que el Estado legítimo tampoco posee la facultad de matar siquiera a los peores criminales.

Obispos

La forma trágica en que ha acabado esta semana ha puesto de relieve la gran paradoja en que vive la sociedad española, pues el jueves se presentó al público la declaración de la Comisión permanente de la Conferencia Episcopal acerca del proyecto de nueva legislación sobre aborto que el Gobierno ha enviado al Parlamento, que prevé la conversión del delito de aborto en un derecho de la madre, enmarcado sarcásticamente en el ámbito de la "salud sexual y reproductiva", según reza el mismo título del proyecto.

La declaración episcopal contiene durísimas críticas al proyecto del Gobierno, no sólo fundadas en argumentos religiosos, sino también, y de forma destacada, en consideraciones basadas en la razón, y por tanto asequibles y asumibles por cualquiera que no quiera engañarse a sí mismo. En efecto, estas críticas no tendrían razón de ser si la víctima de un aborto no fuera un ser humano, o si formase parte del cuerpo de su madre; pero es un ser humano distinto de la madre en que se aloja durante el período en que experimenta el 95 por ciento de su desarrollo corporal. Eso no son disquisiciones filosóficas o especulaciones teológicas, sino puras evidencias científicas.

Todo el discurso moral que ha aflorado este fin de semana como consecuencia del atentado del viernes se ha quedado sin sentido para los autores y valedores del proyecto socialista de ley de aborto. Pura palabrería. Sin embargo, a falta de mejores instrumentos de propaganda, varios miembros del Gobierno y el portavoz parlamentario del PSOE han replicado a la declaración de los obispos con meras descalificaciones gratuitas que o ni se han tomado la molestia de argumentar (la vicepresidente Salgado se limitó a decir que "la Iglesia sigue sin saber cuál es su sitio"), o han argumentado de manera estrictamente totalitaria: el portavoz Alonso afirmó que "en el ámbito público la única moral posible es la de la Constitución"). Esta última frase contiene dos errores, por no decir dos mentiras: por un lado, da a entender que la Constitución ampara una ley que consagre el aborto como un derecho; por otro, sugiere que la doctrina católica es anticonstitucional. Ninguno de estos dos mensajes destilados por Alonso responden a la realidad, y el portavoz socialista, juez de profesión, tiene la obligación inexcusable de saberlo.

Tres años

El proyecto de ley de aborto no es, sin embargo, lo único en nuestra vida pública que levanta pasiones. El escándalo permanente de los tres años de silencio del Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatuto de Cataluña es otro asunto que esta semana ha adquirido protagonismo, por dos razones: por la peculiar manera de improvisar que tiene el presidente del Gobierno, que desafía a los más elementales conocimientos de aritmética, y por la extraña autojustificación que la presidente del TC, María Emilia Casas, formuló del retraso en su discurso de presentación de la Memoria del Tribunal correspondiente al año pasado.

Rodríguez Zapatero se ha comprometido expresa y formalmente a que la financiación de la Comunidad autónoma catalana será mayor, en términos de dinero por habitante, que la media nacional; a continuación, ha hecho lo propio con Andalucía, a la que ha prometido la mayor financiación, en cifras absolutas, de toda España. De acuerdo con esto, a las restantes quince Comunidades, más las dos Ciudades autónomas, les quedarán los restos del naufragio. De esto llaman la atención dos cosas: primera, el desparpajo del presidente, que ya ni se molesta en que se le noten sus embustes, como también ocurrió con sus disparatadas manifestaciones en una televisión acerca de las centrales nucleares; segunda, la paz con que el noble pueblo español parece conformarse con esperar lo que se le ocurra a una sola persona, cuando existen mecanismos legales insoslayables, al menos en un país no del todo bananero.

En cuanto a doña María Emilia, sus protestas de trabajo incesante, sin concederse un respiro, por parte del Tribunal que ella preside, más bien suenan a una pura tomadura de pelo al ciudadano harto de esperar una sentencia sobre el Estatuto catalán que tenía que haberse emitido a los treinta días de terminar el plazo de alegaciones, y ya llevamos tres años. La señora Casas es catedrática de Derecho del Trabajo. Menos mal que no se ha dedicado a asesorar en materia de convenios colectivos, en los que la aritmética tiene alguna importancia.