La vida nos hace dar un frenazo. Nos pasamos el día preocupados por cosas que nos parecen trascendentales y, de repente, el azar nos sacude un cogotazo, como nos solían dar algunos de aquellos entrañables maestros en los colegios (cuando un cogotazo no era un delito perseguible, ni nos atendía después un psicólogo por malos tratos). Es un toque de atención para que nos demos cuenta de que, como decían los abuelos, no se puede poner la carreta delante de los bueyes. Que las cosas importantes son la gente que nos quiere, la gente que nos rodea y nos anima, la gente con la que convivimos.

Tal vez por eso he estado repasando con calma la lista de cosas importantes que he vivido en los últimos años como político y como alcalde de Santa Cruz. Y, de entre todas ellas, como cuando te apartas de entre los árboles y miras el bosque, me he quedado con una triste evidencia. Durante estos años, en los que se ha mezclado el trabajo y los éxitos con situaciones desagradables que no esperaba vivir, me he sentido, en ocasiones, víctima de ataques para acabar conmigo como figura pública. Ese egoísmo me ha impedido ver más allá. Me ha impedido ver a quienes han estado conmigo y están sufriendo injustamente un descrédito salvaje, injusto y aberrante.

Los políticos no tenemos honor. No sólo porque la jurisprudencia establece que las figuras públicas tienen atenuado ese derecho (salvo si perteneces a la Casa Real española, naturalmente) sino porque, más importante aún, casi toda la gente, incluso mucha de la que incluso nos vota, piensa que todos los políticos son unos chorizos, unos mangantes y unos irresponsables. Así que cuando alguien, un periodista, un tertuliano o un ciudadano, nos pone a parir o nos acusa de corruptos, sólo nos queda el trabajo de resignarnos. "Para eso estás elegido, por eso te pagan, nadie te obligó a presentarte a alcalde", me dicen a veces. A mí me dan ganas de decir que no, que a mí no me eligieron para dejar que me insulten, que el honor no tiene precio y que me eligieron para administrar los intereses de una capital. Pero me callo. Me callo y aguanto.

Pero cuando uno deja de mirarse a su propio ombligo y mira a su alrededor se encuentra con otras personas, funcionarios municipales, que están padeciendo de igual forma una tortura y un maltrato de cuyos extremos algún día podré hablar sin morderme la lengua.

Cuando escucho a algunos defender a ultranza el honor y la independencia de policías, fiscales y jueces (funcionarios públicos todos ellos), cuando alguien les acusa de actuar bajo inspiración de criterios políticos, no puedo por menos que darles la razón. Porque los funcionarios públicos, por lo especial de sus funciones, pueden y deben resistirse al mangoneo coyuntural de los partidos políticos. Pero luego me pregunto cómo es posible que ese mismo criterio no se siga con los funcionarios municipales. Porque si el axioma es que todos los funcionarios son, a priori y mientras no se demuestre lo contrario, independientes, ¿por qué unos funcionarios (del Estado) siempre lo son sin ningún género de dudas y otros (los de las corporaciones locales) no?

Las técnicas y procedimientos que se están siguiendo para quebrantar el ánimo de los funcionarios de nuestro ayuntamiento son dignas de haberse obtenido excavando en las entrañas de nuestro antiguo Lazareto, aquel viejo montón de mierda cubierto con una fina y delgada capa de bella vegetación. Los funcionarios de carrera creados por Calvo Sotelo en 1924 sobrevivieron a la II República e incluso al franquismo. La democracia ha permitido a los ayuntamientos mayor flexibilidad en los nombramientos, pero siempre por concurso oposición y con normas y reglamentos, títulos académicos y diplomas del Instituto Nacional de Administración Pública, que establece el Estado.

Y esto es así porque cualquier ciudadano puede ser concejal y, por tanto, alcalde. Cualquiera, tenga o no formación universitaria, tenga o no conocimientos jurídicos. Así que en las corporaciones locales deben existir (y existen por ley) funcionarios públicos, funcionarios de carrera, con formación jurídica e independencia orgánica, capaces de tutelar las acciones de gobierno que realicen las corporaciones.

En esta cacería, en este fuego cruzado, resulta ya casi imposible distinguir entre los delincuentes flagrantes y los artificios político-judiciales. Las denuncias entran en los juzgados como panes calientes y los medios de comunicación actúan de tribunales modelo "justicia rápida", dando por verdades absolutas las acusaciones y opiniones que, luego, pueden resultar absolutamente falsas. En un país de jueces y fiscales que han sido (o son) políticos y políticos que quieren hacer de jueces y fiscales, lo que sí parece claro es que los ayuntamientos se han convertido en el objetivo número uno de las actuaciones.

A quien haya cometido un delito no le debe quedar otro camino que pagarlo. Con la corrupción, tolerancia cero. Con eso por delante, acabar con los ayuntamientos en España es acabar con el principio básico de la administración del Estado y acabar con la organización de la democracia. Esta gozosa algarada donde al grito de "¡a por los corruptos!" han sacado las antorchas y andan linchando por aquí y por allá a supuestos cuatreros, se están llevando por delante, de paso, el honor de los funcionarios públicos (tan funcionarios públicos como los policías, jueces y fiscales) como víctimas colaterales de la guerra mediática. Nadie defiende su independencia. Nadie se escandaliza de que les consideren presionados o manipulados por el poder político de turno.

Estamos aplicando un principio inverso al de muchos sistemas judiciales. No importa que mueran algunos inocentes a cambio de que no escape ningún culpable. Y, lo que es peor, lo están aplicando antes incluso de llegar a los juzgados. Quienes han descubierto la fuerza de los medios (aspirantes a un estrellato incoherente con la función pública que asumieron un día) filtran de forma inmoral noticias que lesionan a personas y familias, avances de supuestos escándalos o líneas de investigación en teoría ultrasecretas, para allanar en el escarnio público el camino de lo aún no probado y crear un clima propicio a que Galileo confiese de una vez -he ahí la prueba- que la Tierra es el centro del universo.

Dije el otro día que nos hemos vuelto locos. Y, ahora, en unos días en que he tenido mucho tiempo para pensar, no hago más que darme la razón. Lo siento por los honrados y profesionales funcionarios que están soportando la calamidad surrealista que nos ha tocado vivir. Lo siento de todo corazón porque sé de su integridad. Y, tomando prestado un viejo aforismo, creo que cuando los que mandan pierden la vergüenza, es normal, humano y lógico, que los que obedecen pierdan el respeto. Y la paciencia.

* Alcalde de Santa Cruz de Tenerife y diputado en el Parlamento de Canarias