Seiscientos mil euros no son seiscientas mil pesetas. Casi siempre que se habla de la inflación tan notable registrada en España durante los últimos años -ahora con la crisis hay deflación, pero ese es otro asunto-, ha salido a discusión este tema. Una moneda de un euro no equivale a la anterior moneda de cien pesetas; equivale -lo escribo como mero recordatorio- a 166,386 pesetas. Por lo tanto, 600.000 euros son 99,83 millones de pesetas. Cien "kilos", para redondear.

Cabe preguntar, a la vista de la noticia con que abría su edición de ayer un periódico de Las Palmas, si existe en Canarias un secreto político o empresarial que valga cien millones de pesetas. Me refiero a un secreto vinculado a la actividad cotidiana, no a la fórmula definitiva para la tan ansiada fusión nuclear, a un mapa exacto y secreto del otrora tan buscado paso del noroeste o algo parecido. Cosas que se pagan muy bien, pues no en vano por la demostración de determinadas conjeturas matemáticas ha estado vigente a lo largo de muchos años un premio de un millón de dólares. Por eso sí; por las andanzas de un político como José Manuel Soria, de cualquier político vinculado con el Gobierno o el Parlamento de Canarias y, si me apuran, con cualquier hombre o mujer dedicado a la actividad pública en este país, lo dudo. Por lo tanto, dudo que alguien le haya podido ofrecer 600.000 euros a un señor apellidado Cambreleng a cambio de sepultar la "operación Faycán". Y si alguien le mencionó tan cuantiosa suma, me temo que lo estaba engañando como a un chino, dicho sea sólo como frase hecha porque no he conocido a un chino tonto; más bien todo lo contrario. Ojalá fueran capaces de prosperar los españoles en China como lo hacen los chinos en España. Pero no nos salgamos del tema.

Nada más lejos de mi intención que participar en una batalla que no es la mía. Concretamente, la del vicepresidente y consejero de Economía del Gobierno de Canarias con un medio de comunicación. O con un par de ellos; da igual. Eso sí, aunque tengo un tanto saturada la capacidad de asombro, me llama un pelín la atención el hecho de que un periodista asista a la declaración del señor Cambreleng ante dos policías. Unos usos que no se estilaban durante la época en que me ocupé de la sección de sucesos, tanto en este periódico como en otro. Entonces a lo más que podía aspirar uno era a que un policía más o menos amigable le contara media trola, que unida a la otra media mentira del chorizo en cuestión permitía reconstruir una verdad acaso raquítica, nadie lo niega, pero mejor que la nada absoluta de la página en blanco. Página que entonces y ahora algunos redactores -malos redactores, conviene precisar- llenaban echando mano de la imaginación. Uno de ellos mataba en sus crónicas a todo el que se le ocurriese. Lo malo es que ni aparecían los cadáveres, ni quedaba el menor rastro de sangre en el lugar de la presunta y violenta reyerta, ni nadie había visto algo anormal, ni se había presentado denuncia alguna por unos crímenes evidentemente inexistentes. Pero el papel aguantaba -y lo sigue haciendo- todo lo que le pongan. Incluso un soborno, presunto o real, de 600.000 euros. Por si fuera poco, en efectivo y con un puesto de trabajo vitalicio como propina. Chollos como esos no se ven todos los días.