OCURRIÓ hace cinco años pero lo recuerdo como si fuera ayer. Era sábado y 13 de marzo. Estaba en Marruecos y por la noche, como hacía todas las noches desde el jueves anterior, buscaba el canal de Televisión Española apenas llegaba al hotel. Ese sábado, convocadas por mensajes de telefonía móvil, muchas personas se habían concentrado ante las sedes del PP. Una de las mujeres participantes en aquellas algaradas, que no respetaron en absoluto el día de reflexión antes de unas elecciones en las que el PP partía como ganador aunque por poco margen, increpaba agriamente al presidente del Ejecutivo mientras una cámara de televisión la enfocaba en primer plano. "Aznar pone las guerras y nosotros los muertos", señaló con gesto de odio ilimitado. Una expresión tan iracunda que acaso no la olvide el resto de mi vida. Y eso que Aznar había dejado de ser santo de mi devoción desde tiempo atrás; no desde que casó a su hija en El Escorial como si fuera la tercera infanta, que también, sino debido a esa soberbia adquirida sin más mérito que haber residido varios años seguidos en el Palacio de la Moncloa.

El PSOE le vendió a los españoles la idea de que la culpa del atentado no la tenían los que habían puesto las bombas, sino el PP por habernos metido en una guerra absurda. De nuevo una verdad a medias, o la mentira perfecta. Era verdad lo de la guerra, pero falso que la presencia de las tropas españolas en Irak -en misión humanitaria, y no como fuerzas de ataque- motivase el atentado más sangriento en la historia de este país. El mayor atentado, pero no la mayor masacre. Murieron más españoles el día en que la Escuadra de Cervera salió de Santiago de Cuba en julio de 1898. También sucumbieron más españoles, de uno y otro bando y en un solo día, en varias batallas de la guerra civil.

La historia, tanto la propia como la ajena, tiene muchas virtudes de las que en este momento me apetece destacar dos: la primera es que enseña -a quien quiere aprender, claro- lo que se debe y no se debe hacer para evitar recaer en los mismos errores del pasado; la segunda, casi pareja en importancia a la primera, la contundencia con que deja en evidencia a los bocazas o a los directamente mentirosos. Porque si hemos de hacerle caso a los Zapateros, a los Rubalcabas, a los Pepiños, a los Calderas y a tantos otros, la animadversión islamista contra España debió concluir el día en que el último soldado español, vergonzosamente abucheado por las tropas de otros países -les movían los brazos para simular el aleteo de las gallinas cuando corren despavoridas- salió del infierno iraquí. Poco antes, Jesús Caldera había ridiculizado al PP por las detenciones de unos prototerroristas islámicos en Cataluña, a los que se les encontró un líquido susceptible de utilizarse como ingrediente para fabricar explosivos. "Los han detenido por tener detergente", se mofaba quien luego fue uno de los más nefastos ministros de Trabajo que se recuerda.

Hoy se siguen deteniendo a islamistas en Barcelona, y en toda Cataluña, y la amenaza de un atentado en España perpetrado por este tipo de terroristas, según las Fuerzas de Seguridad, es muy superior al de hace cinco años, cuando ocurrió la hecatombe madrileña. ¿Sigue teniendo la culpa Aznar y el envío de tropas a Irak?