Me contaba el otro día mi amigo Pelicar las vicisitudes por la que está pasando para comprarle un piso a uno de sus hijos; precisamente al más pequeño; que casualmente se encuentra trabajando en la Península y no puede estar aquí para hacer frente a los cientos de problemas y trabas que significan hoy día hacerse con una casa. En realidad, él está haciendo de intermediario o, mejor dicho, de representante legal de su hijo ante la promotora, la inmobiliaria, el banco y lo que se tercie.

Mi amigo es, por tanto, sus ojos y sus oídos, y a modo de delegado intenta hacer de parapeto ante tanta desidia, incompetencia, trabas, burocracia y mala uva que imperan por estos lares patrios, donde el más tonto hace encaje de bolillos aprovechándose de esta época de crisis y de crispación social que nos ha tocado vivir.

El chico, aprovechando unas vacaciones con su pareja, vio una casa que le gustó y fue directamente al banco que se encarga de financiar la obra y, una vez oídas las exigencias y entendidas las condiciones y requisitos que ponía la entidad bancaria, optó por solicitar una hipoteca, poniendo posteriormente mar por medio, dejándole el entuerto del papeleo en manos de mi amigo Pelicar.

El piso, en realidad, ya está acabado y se encuentra en fase de que le otorguen la cédula de habitabilidad, por lo que, cuando vieron la casa, la aceptaron tal cual estaba a la espera de que el banco le concediera la correspondiente hipoteca. Yo no soy nadie para opinar sobre este asunto, pero a mi amigo Pelicar le parece bien que su hijo, que es aún joven, y que es funcionario del Estado, junto a su pareja, que trabaja en la rama sanitaria, decidiera apostar por invertir parte de sus ahorros en algo que pudiera tener cierta rentabilidad o, al menos, una rentabilidad tangible y posiblemente duradera; y teniendo en cuenta que, si se tiene la oportunidad, es hora de comprar, pues la verdad es que no es para ponerle pegas a dicha decisión. Los padres estamos para dar consejos, pero una vez que nuestros hijos adoptan una decisión, hayan seguido o no nuestros consejos, debemos apoyarlos siempre que dicha decisión no acarree un mal mayor para él.

Hasta hace pocas fechas, los bancos daban todo tipo de créditos aportando el carné de identidad y poco más. Incluso comprando un helado o un paquete de galletas te podía tocar una hipoteca casi gratis. Ahora la cosa ha pasado casi de forma pendular al otro extremo. La confianza ha desaparecido, no sólo de parte del banco hacia sus clientes, sino en general y, sobre todo, entre las propias entidades crediticias, que no se fían unas de otras, en una maraña donde se entremezclan las finanzas, la avaricia, el desatino, el derroche, el enriquecimiento rápido, la corrupción, la reinterpretación torticera del papel de la banca y el de las cajas de ahorros, las cuales, por cierto, se han dejado cortejar por políticos cortesanos y políticas partidistas, que les ha conducido irremediablemente a una vorágine de malas decisiones y peores inversiones; no obstante, el comportamiento anómalo de unas y de otras ha trastocado el propio sistema financiero y político, lo que está conduciendo en la actualidad a que el propio Gobierno de la nación, socialista él, se haya metido a arreglar el tal desaguisado intentando nada menos que privatizar las ganancias y socializar las pérdidas.

Y mientras tanto, el que paga los platos rotos es, como siempre, el ciudadano de a pie; en este caso, mi amigo Pelicar, que cuando fue al banco a llevar los papeles que previamente le habían pedido comenzaron los problemas: que si faltaba la vida laboral, que querían los movimientos bancarios de los últimos seis meses de todas las cuentas que tuvieran, los recibos de los pagos que tuvieran, las declaraciones de Hacienda, las nóminas, los contratos de trabajo? y así hasta una docena de documentos, algunos de los cuales invaden claramente la intimidad de las personas. Pero ya se sabe que esto es una cuestión de "o lo tomas o lo dejas". Sólo les faltó pedir un análisis de ADN completo, para ver las posibles enfermedades pasadas, presentes y, sobre todo, futuras, para adecuar la prima de la póliza del seguro de vida lo más posible a la realidad o, directamente, negar el crédito por si le queda a alguno de ellos tres telediarios de vida.

Cuando mi amigo Pelicar preguntó cuánto tardaría en conocer la viabilidad o no de la solicitud de la hipoteca, le dijeron que una vez fuera procesada la remitirían a la central de Las Palmas. Conociendo a Pelicar como lo conozco, me imagino la cara de pollaboba que se le pondría y, seguramente, le soltaría una de las suyas. De todas formas, a estas alturas de la película, este hecho es en sí impresentable y desde un punto de vista comercial hasta inadmisible.

El caso es que después de tantas horas perdidas en colas interminables, de tanta desidia por parte de la promotora y desgana por parte de la inmobiliaria, Pelicar convenció a su hijo y a la pareja de éste para que siguieran ahorrando y terminaran comprándose una caravana, que al final les iba a salir más barato y ganarían, sobre todo, en tiempo, en dinero y hasta en salud.

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