ESTABA convencido de que ayer Alfredo Pérez Rubalcaba, en calidad de ministro del Interior, pronunciaría esa consabida frase de que "ETA está cada vez más cerca de su final". Un fin que nunca termina de llegar, claro. Sin embargo, me equivoqué. En esta ocasión, acaso porque las repeticiones suelen cansar hasta al más paciente de los ciudadanos, y la gente no está para bollos, el ministro ha dicho que el atentado de la banda vasca reviste de razón a la sentencia del Tribunal Supremo que deja fuera del mercado electoral a unos cuantos -y supuestos; en España, menos los políticos del PP y algunos de CC, todos somos presuntos y supuestos hasta que no se demuestre lo contrario- proetarras. "Lo que ha hecho ETA esta mañana es ratificar la decisión del Supremo", fueron las palabras exactas de Rubalcaba.

Puedo emplear lo que queda del folio en analizar un poco la situación. Podría argumentarle al ministro que esos amigos de ETA, a los que ahora el alto tribunal ha vuelto a retirar de la circulación, ya estaban en el banquillo cuando gobernaba el PP, y que fue el PSOE de Zapatero -el mismo PSOE del ministro- quien les dio algo más que un balón de oxígeno al devolverlos a los ayuntamientos y otras instituciones; es decir, quien les proporcionó el acceso al dinero público para que rehicieran su maltrecha economía. Podía añadir, siguiendo esta línea de análisis, que esa decisión no fue absolutamente estúpida, pues respondía a un fin en concreto: un chico de León, aupado a la secretaría general de su partido por nueve votos -sólo nueve- de ventaja sobre la candidatura de José Bono, y ascendido luego a la presidencia del Gobierno central tras el atentado más sangriento de la historia española, quería orlar su carrera con el Premio Nobel de la Paz. Es decir, con el reconocimiento internacional. ¿Y qué mejor candidatura a tan apreciado galardón que acabar con la última banda terrorista de Europa mediante un proceso dialogado y adobado de talante y buen rollito? Eso hubiera sido, sencillamente, maravilloso. Empezando para todos aquellos que padecen el terror etarra.

Podría decir, como digo, todo esto y algunas verdades más. Sin embargo, no merece la pena. De la misma forma, es absurdo -y hasta grotesco en estas circunstancias- discutir si Rubalcaba ha manifestado lo correcto en función de su cargo. O, incluso, si lo hizo vía SMS -técnica que, al parecer, maneja con soltura de quinceañero- en vez de comparecer públicamente ante los medios de comunicación. Eso, como digo, carece de importancia.

Asunto distinto es el espectáculo de una capital -la gran capital del Sur de Europa, como le gusta llamar a Madrid determinado personaje con vocación de cantamañanas- aturdida por una bomba. El espectáculo, grotesco por no calificarlo directamente como penoso, de miles de trabajadores sin poder llegar a sus puestos de trabajo. El espectáculo de una noticia en portada de todos los diarios europeos y como apertura de todos los informativos de televisión. El espectáculo, en definitiva, de un país incapaz. Digo país y no Gobierno de este país, porque el Ejecutivo está formado por políticos elegidos, a su vez, por una persona que también fue libre y popularmente designada para gobernar. Somos nosotros, y no nuestros gobernantes, los incapaces de acabar con la lacra del terrorismo, con la lacra del paro y con muchos más de nuestros males.