En la memoria colectiva de un número importante de pueblos y civilizaciones del planeta, casi de manera repetitiva, se conserva la leyenda del Diluvio Universal. Entre ellas, en la Biblia.

Los científicos han podido establecer empíricamente una disminución acusada en corto espacio de tiempo de los casquetes polares y glaciales que ocupaban, por ejemplo, la totalidad del Canadá, sucedida entre los años 11.500 a.C. y 9.500 a.C. con periodos de mayor y menor intensidad, a lo mejor con cuarenta días y cuarenta noches de precipitaciones continuadas y con una subida acusada de repercusión global del nivel del mar.

En realidad, aunque el ser humano ya se encontraba establecido y presente en todos los continentes, este hecho supuso un antes y un después en el devenir de los pueblos. Se conoce poco del periodo inmediatamente anterior al desastre, entre otras cosas porque cualquier rastro se encontraría sumergido. La Humanidad, muy mermada en número, trató de sobrevivir ante semejantes procesos climatológicos de lluvias y mareas desatadas. Es de suponer que justo antes del comienzo de estos acontecimientos, cuando el nivel del mar se encontraba decenas de metros por debajo de las cotas actuales, las islas de Fuerteventura y Lanzarote se distanciaran en muy pocos kilómetros de las costas africanas.

Durante muchos siglos y a partir del diluvio, el norte de África se mantuvo con un grueso de precipitaciones, como una zona fértil, con grandes ríos, herbosos valles y abundantes recursos forestales. Con una fauna de grandes mamíferos que rebosaba de animales salvajes. Lo atestiguan las pinturas rupestres de Tassili, datadas en antigüedades máximas de 6.000 años a.C. Se sabe que diversas oleadas de tribus líbicas empujadas desde el Este desarrollaron en estas tierras una serie de sociedades cada vez más avanzadas, de las que dejaron constancia en esta colección de escenas labradas y pintadas en rocas que constituyen el documento más completo e impresionante de las primeras civilizaciones africanas de la Edad de Piedra.

Hacia el año 2000 a.C. (progresivamente y sin fechas concretas) -como consecuencia de la disminución de la corriente de aire húmedo procedente de la Europa meridional o de algún otro fenómeno climático-, el Sahara intensificó su proceso de desertización. Los animales y los humanos iniciaron la dispersión, mas las pinturas permanecieron protegidas por el aire seco y los nidos de víboras. En 1956, el explorador y etnólogo francés Henri Lhote comenzó un estudio intensivo de los olvidados frescos de las rocas de Tassili. Después de 16 meses regresaron con un desconcertante cuadro del que en otros tiempos fue un verde Sahara, así como de las primicias culturales de África.

La meseta de Tassili, erosionada por el viento y el agua, forma gargantas y barrancos polifacéticos que la convierten en un lugar ideal para los artistas primitivos. Sobre las protegidas paredes pétreas, de sus nichos y refugios, perfilaron lo que veían a su alrededor. En ocasiones, también pintaron vistas contempladas durante sus viajes desde Egipto y el norte de Libia, pero en general reproduciendo animales. Con retratos de tamaños exagerados, de rinocerontes de 7,50 m de longitud y elefantes de 4,50 m de altura, son los dibujos prehistóricos más enormes que se conocen.

Algunos especialistas los han clasificado, según su antigüedad, en cuatro grupos conocidos por su figura dominante: el Cazador (6000 a 4000 a.C.); el Pastor (4000 a 1500 a..C.); el Caballo (1500 a 600 a.C.), y el Camello (a partir del 600 a.C.).

"El Cazador" es un hombre de mediados de la Edad de Piedra, consumado individualista que vagaba con palos arrojadizos y garrotes y vivía de los animales salvajes que mataba. El Pastor, que pertenece al final de la Edad de Piedra, sin embargo, practicaba la agricultura de azadón y domesticaba ganado. Las pinturas murales "del pastor", que son las ejecutadas más diestramente de la colección de Tassili, muestran al hombre como a un ser sociable, tomando parte en ritos, cuidando de sus rebaños y realizando quehaceres domésticos.

Evidentemente, son los antepasados de los guanches, que abandonaban lo que se convertía en una estufa gigante.

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