Dos oficios de los que guardo buenos recuerdos de mi infancia, juventud y hasta madurez. Eso del pelado ha sido siempre un problema para los muchachos, bien lejos de estos espectáculos capilares que ofrecen muchos de los jóvenes de ahora, que no sabe uno si son gallos kíkeres o es que estamos en un perpetuo Carnaval, pues hasta en el equipo de Gobierno de la nación el camelo ese de la igualdad ha llevado a carteras ministeriales a "jóvenas" del más diverso pelaje. De pequeño, había una pelea casi continua con los padres, empeñados en que llevara el pelo corto, mientras que uno, al que llamaban "el niño de las pecas" por tener algunas de ellas y el pelo casi rojizo, lo que hacía que me pareciese a un componente de una pandilla del cine americano de los años 30 (capitaneada por el famoso niño actor Jackie Cooper, que de mayor no fue nada en el cine) al que apodaban de esa forma. Aquella especie de desigual batalla silenciosa contra un enemigo invencible terminó con un pelado no al 0, pero supongo que al 1 o al 2, precursor sin duda de esa otra moda actual de afeitarse la cabeza o poco menos, como lucen algunos deportistas, actores y cantantes e incluso gente de a pie, incluido algún sobrino.

La primera peluquería de la que tengo recuerdo es una situada en la Rambla de Pulido, a la izquierda según se baja de la plaza de la Paz hacia la de Weyler, de quien en estos días se está hablando en la prensa local. Estaba cerca de una enorme ciudadela (habría que explicar a los jóvenes de ahora que era eso de "la ciudadela") y por allí cerca vivía mi amigo y profesor de Universidad en Caracas Restituto Ferrer Soto. Como en aquellos finales años 20 y primeros 30 los colegios daban clase hasta los sábados, pero con el jueves por la tarde libre, y los domingos, día del Señor, no se trabajaba, aunque había muchos para los que todos los días eran domingo, el único día disponible durante el curso era el jueves, si bien imagino que se aprovecharían también las vacaciones de Navidad. Y allá me iba yo desde mi calle Lucas Fernández Navarro del barrio Salamanca, hoy de Los Sueños por mor de don Miguel, el alcalde, calle abajo hasta la Rambla, hoy "de Santa Cruz" (no iba a ser de Chipude) por idéntico deseo y por ella hasta la plaza de la Paz, con parada previa en el Estanco Conchita, donde me compraba uno de los colorines de entonces. No me acuerdo mucho del local, sino que el peluquero me solía preguntar algo de lo que estaba leyendo.

Porque el peluquero por excelencia era don Manuel, con su peluquería "Figaro" en la calle Pérez Galdós, acera de los impares entre Valentín Sanz y Teobaldo Power, frente a la luego Librería Goya. Era esta una zona muy notable de Santa Cruz, ya que a la vuelta con Valentín Sanz estaba la farmacia de don Luis Feria, que también daba clases en el Instituto de la plaza de Ireneo González, y, casi enfrente, esquina con San José, la tienda Bon Marché, de don Raimundo Rieu, con relojería en la calle del Castillo que ahí sigue y padre de mi entrañable compañero de Bachillerato, Raimundo, que el Señor tiene de seguro en su Gloria. Y algo más arriba del "Figaro" estaba la casa de don Coriolano Guimerá, que un buen día me dijo: "Te vi el otro día bañándote en el Club y eras igualito que tu abuelo Blas Cabrera bañándose en la playa de Ruiz", playa de callados allí junto a los Platillos y la Farola del Mar que se llevó por delante el desarrollo portuario, mal rayo lo parta. Don Manuel regentaba una peluquería propia que constaba de tres sillones alineados frente a la pared de la derecha según se entraba por dos altos peldaños que separaban el piso de la calle, mientras que en la pared de la izquierda se sentaban a esperar turno los inquilinos mientras leían el periódico o lo que fuese y al fondo se abría una puerta que daba a un patio con plantas y a la casa de don Manuel. Este pilotaba el local desde el primer sillón a la derecha, y me parece estar viendo su amplio espejo, casi lleno de aquellas "pegatinas" de las cuestaciones de Auxilio Social con las que periódicamente se hacían recolectas de dinero para mantener esta benéfica Institución, como aquella otra de la Cruz Roja, e incluso otras para el Pro-parque... A veces, cuando pequeño, me acompañaba también mi padre. Don Manuel me preguntaba siempre por los estudios, lo que me satisfacía porque era un niño aplicado, y cuando me vine a estudiar a la Península y en verano o Navidad caía por ahí, me seguía preguntando cosas de mi vida.

El segundo sillón, el de en medio, estaba a cargo de un personaje simpático y cariñoso, cuyo nombre se me ha ido a los celajes. Cuando no había cliente alguno esperando, el hombre se iba a la puerta de la calle, apoyaba el hombro izquierdo en el dintel y moza que pasase recibía su piropo, siempre galante y nada ordinario. Solía ir también por las casas a cortar el pelo y hasta a afeitar, como me recordaba días pasados el editor de este periódico. Y el tercer sillón estaba generalmente vacío. De vez en cuando, aparecía un tipo alto y flaco, con poco pelo, que, generalmente, afeitaba a los clientes. Resultó ser, según supe al poco, un hijo de don Manuel, que era piloto mercante, y que cuando recalaba por su casa ayudaba a su padre en el trabajo.

Pero uno de los veranos que quise ir al "Fígaro" resultó que había cerrado, imagino que por el fallecimiento de don Manuel. Y mi malogrado amigo Félix Claverie me recomendó uno de la plaza de la Constitución, al que sólo fui una vez. Igual que ya el último que me prestó ese servicio estaba en la calle Ramón y Cajal, casi en la plaza del Hospital, al que sólo he ido una vez. Y para cerrar el ciclo capilar, mientras vivía en Asturias mi peluquería estaba justo enfrente del Teatro Campoamor, donde ahora cada año se celebra la ceremonia de los Premios Príncipe de Asturias. Ahora en Madrid, después de pasar por varios lugares incluida la venida de un peluquero a casa hasta que se jubiló, me atienden casi enfrente de donde vivo.

Especial recuerdo tienen para mí los betuneros de la calle, oficio ya desaparecido. En Tenerife, la gente de los barrios siempre fue muy aseada en lo de los zapatos limpios y brillantes como una patena, que no sólo eran (y son) bonitas las niñas del Toscal, sino que los hombres hacían gala de zapatos relucientes, como tomarse un cortadito en el café de la esquina a cualquier hora. En los primeros años de casado, y naturalmente cuando soltero, mi madre me decía que fuese a los betuneros de la plaza de la Paz (ahora se les llama limpiabotas, como en la Península, como decía una famosa canción cubana, "Soy el limpiabotas", que hablaba que "para este oficio había que nacer con vocación"), donde se alineaban unos cuantos justo enfrente del quiosco que fue de don Benigno durante la guerra. El número de ellos fue disminuyendo y un año ya no había ninguno y mi madre me previno diciendo que quedaba uno en la plaza de Weyler, donde fui y me atendieron con la amabilidad y la profesionalidad de siempre. Y no he vuelto a ir por allí, por lo que no sé qué es lo que ha sucedido al final, aunque me temo que sea como en Madrid, donde el que le limpien a uno el calzado es un lujo que pocos se pueden permitir. Son esas cosas que han pasado a hacerse de nuevo en casa, como se hacía hace un siglo. Aquí en Madrid he ido yo alguna vez a uno que se anuncia en una conocida cafetería de la calle Goya, y que tiene unos asientos altos como esos que se ven en las películas americanas de la época de la Ley Seca, atendidos por gente del color del nuevo presidente que estrena época en la Estados Unidos. Peluqueros y betuneros. Recuerdos...