A finales de los 60 y la década de los 70 fueron sin duda alguna los mejores años de un carnaval totalmente participativo, una fiesta que se vivía las 24 horas del día, las mañanas, las tardes y las noches se gozaban con mucha intensidad, había tiempo para todo, y el que los concursos se celebrasen dentro de la semana carnavalera no impedía que los participantes pudiesen disfrutar de la fiesta. Mucho público asistía disfrazado a los concursos, para luego seguir la marcha, otros los guardaban en su coche o en casa de algún amigo, casi dos semanas de intensa fiesta que nadie quería perderse por nada. Grupos desfilando por las céntricas calles capitalinas después de sus respectivos concursos, luciendo los galardones obtenidos, el público llenaba las calles a su paso, rindiendo el homenaje y el aplauso que merecían, después de una tarde repleta de nervios en aquel viejo pero entrañable coso taurino. Luego, con el mismo disfraz convertirse en uno más, tras un par de torrijas de carnaval y refrescarte el gaznate a romperte las piernas bailando, pues no faltaban sitios donde pasarlo bien. Se acostumbraba a hacer un recorrido por aquellas salas de baile, El Recreo, el Guimerá, el parque Recreativo, el Mercantil, la Masa Coral, la plaza del Príncipe, el Iberia del Toscal, el Palais Royal y otros más, o en cualquier esquina, donde se parase algún coche engalanado con la música a tope. Recuerdo a aquellas "hermanas Jonathan", que por más de 35 años no faltaron a la cita carnavalera, lo hacían siempre en la esquina de la plaza del Príncipe con Ruiz de Padrón, en un pequeño descapotable con un altavoz casi más grande que el propio coche, allí se bailaba hasta el amanecer y hasta con los churros en una mano y el chocolate en la otra. Ese era el carnaval del pasado, el grandioso carnaval, situando el que llamo "presente", el que con la llegada de aquellos dos grandes maestros de la escena, primero Tamayo y luego Azpilicueta, realizaron lo que llamo "El cambio del cambio" convirtiendo aquello que era realizado por el pueblo y para el pueblo, en un puro espectáculo, y no digo que fuese mala su aportación. Ambos, con sus cualidades, lograron sorprendernos y maravillarnos con cosas nuevas, únicas y llenas de esplendor, pero nuestro carnaval, aquel de olores y sabores, fue poco a poco convirtiéndose en algo diferente; la competitividad y el puro mercantilismo fueron ganando terreno a la idiosincrasia, a la cercanía, al arraigo. Sus consecuencias las hemos tenido y padecido delante de nuestras narices y sin hacer nada. De haberse dado esta situación en otra ciudad que ame y respete lo suyo, jamás lo hubiesen permitido, pero aquí tenemos tod@s que pasar por D. Alain Afflelou, pues no hay más ciegos porque ya no caben ni de canto y sordos ya ni les cuento. ¡Qué pena, penita, pena, pena, que ya esto no es carnaval, que el que me corría por las venas, venas, ese ya no vuelve más!