Siempre dije, no ahora sino siempre, que Víctor Díaz es un hombre honrado. Por eso la alegría me invade, a la hora de que el tribunal, tantos años después, le haya absuelto de un supuesto delito de prevaricación en el caso Icfem.

Sabemos del sufrimiento de esta familia durante el largo calvario judicial. Siempre mantuvimos aquí la inocencia de este hombre -a los demás absueltos no los conozco-, que es, además, un excelente abogado, fue un buen político y mantiene sus ideas sin influencia de los demás.

Víctor Díaz, tras tantos años de infierno judicial, ha sido reivindicado. Para los que nunca dudamos de él tan solo se trata de un episodio bufo más de una justicia lenta y poco responsable con los derechos de los individuos. Esta absolución tenía que haber llegado a los pocos meses después de la descabellada denuncia. Pero no fue así. En España, el justiciable, es decir todos los españoles, tiene que sufrir por ser inocente. Al culpable se le trata en ocasiones con más cuidado y deferencia.

El otro día me llamó Marisol, su mujer. Quería agradecer la actitud de los que siempre creyeron en la inocencia de su esposo. Me imagino la alegría de esta familia al conocer una sentencia que ha tardado tres lustros en producirse. No hay derecho a que sea la propia justicia quien produzca tal sufrimiento en los sujetos que tiene que proteger, por decencia institucional y por la propia presunción de inocencia.

Aunque los absueltos sean inocentes han pagado una pena injusta, como si no lo fueran, por las dilaciones del procedimiento. Cuántas noches sin dormir, cuánta atormentada conjetura, cuánta duda absurda. Víctor Díaz paseaba por la calle con la cabeza bien alta, pero ha tenido que producirse una sentencia, quince años después, para que la gente vuelva a creer en su inocencia. Y no hay derecho.

Por eso le enviamos un abrazo, desde aquí, a toda la familia. A Marisol Pastor, una médico excepcional, que ha aguantado junto a sus esposo y a sus hijos un procedimiento injusto, una tramitación de locos, una dilación aterradora y, felizmente, un desenlace feliz.

Estamos ante una justicia que se ha convertido en un problema. Los juzgados están colapsados con chorradas, la movilidad de los jueces retrasa los procedimientos, al ciudadano no se le trata bien en las sedes judiciales, los funcionarios están desbordados y el sistema, en suma, funciona fatal.

Nos alegramos mucho del desenlace final del caso Icfem -al parecer, poco caso había-, que se asemeja mucho a otros kilométricos que todavía se dirimen en los juzgados canarios. Menos denunciar y más trabajar para que este país salga adelante. Y menos distraer a la justicia.