Y, DE PRONTO, la isla enmudeció. Nadie habla. Pueden estar escuchando. ¿Quién? ¿Un juez, un policía, un mindundi? Todo el mundo escucha a todo el mundo, igual que en la Casablanca del bar de Rick y del prefecto Renoir. La isla se ha convertido en un nido de oyentes ilegales, legales, sabe Dios qué.

El sumario del caso Arona, por ejemplo, ya está en boca de todo el mundo. Alguien se ha ido de la lengua. ¿Quién? No sabemos, ya nos gustaría saberlo. Conversaciones inocentes se vuelven trascendentes, según el énfasis del grabador y del propagador. Todo el mundo es culpable. La presunción de inocencia ha muerto. Han escuchado a Segura, a Bermúdez, a Javier González Ortiz, a empresarios de éxito, a empresarios de poco éxito, a peritos, ingenieros, concejales, alcalde. La vida privada del alcalde de Arona ha quedado registrada ya no en el juzgado, sino en la boca de los propagadores. Hasta han grabado a algún pedigüeño, pobre diablo colado de rondón en los medios informativos.

¿Cómo se les va a reintegrar su honor? Las opiniones sobre el juez instructor de algunos de los grabados son curiosas. ¿También van a salir a la luz? ¿Se podrán atajar a tiempo? Lo de Arona se ha convertido en un inmenso caos, en el que mientras uno instruye, el otro filtra, el otro lo larga en la tele, el otro lo sufre, el otro se lamenta. Qué desastre de justicia, qué desastre de policía, qué desastre de país. Qué desastre de todo.

Lo cierto es que vivimos con el terror al teléfono. Yo nunca he dicho mucho por teléfono, pero ahora es que no largo ni media. Por si acaso. Ningún ciudadano puede estar tranquilo. Cuentan que la policía usa micrófonos direccionales que te recogen la conversación desde la calle. ¿Con orden judicial, sin ella? Uno no puede más que recordar algunas detenciones, en los tiempos del famoso Narciso Ortega: a los padres delante de sus hijos, a los empresarios en los aeropuertos, se grabaron conversaciones al presidente Adán Martín y se filtraron a la prensa. Ahora, igual con Paulino Rivero. Nadie depura responsabilidades, nadie las pide, todos temen. ¿Pero por qué temen tanto? ¿Por qué no salen valientemente a la palestra y dicen que todo esto es una mierda? ¿Por qué tenenos que ser nosotros quienes lo digamos?

La isla está aterrada con los teléfonos. ¿Porque la isla tiene algo que ocultar? No, porque los ciudadanos han visto cómo merman sus derechos. Porque no se fía nadie de nadie y porque henos convertido una tierra amable y bien educada en un país árido en la convivencia y sin piedad en los modales. Esto no es una isla, es un territorio comanche en donde todo el mundo carga contra todo el mundo sin tregua. Y, la verdad, nos gusta cada vez menos a las personas decentes este territorio en guerra.