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Retrato de un hombre de pie

Solo una vez lo vi desfallecer, y ya fue porque, como en aquel final de ‘Ulises’, ya no se podía más. Un día después ‘A Casa’ era su herencia

Saramago1922-2022

Más alto que el aire, miraba respirando, su nariz en lo alto, los ojos acallados por lentes acostumbradas al amago de ceguera con la que él hizo metáfora de las ruindades del mundo. De pie en la luz que alumbra el libro de su mujer, Pilar del Río, quizá amarrado por sus manos de tierra a la ventana que da a Fuerteventura, y por lo tanto a la arena caliente, al destino misterioso de esa otra isla bautizada por Unamuno en el destierro.

Muchas veces miró, desde su propia estatura, la huella blanca de ese otro exiliado, vasco, de habitual rabioso, poeta que le puso nombres de la isla a sus versos más humanos. El día en que lo vi con más ardor referirse a ese paisaje de hombre hecho estatua hacía poco tiempo que este ser humano que se agarra a la ventana dejó de ser parte de su propio territorio, Portugal. Después de hablar del presente, porque el porvenir podía esperar, le hice algunas preguntas sobre el pasado, que en su libro cuenta Pilar como el caos sentimental en que lo metió Cavaco Silva.

No quería entrar demasiado en la naturaleza de su dolor, así que siguió mirando al horizonte como si éste fuera un lápiz de borrar esa maldad antepasada.

Desde entonces lo que finalmente me dijo es mi frase preferida de José Saramago. «Nunca me quitarán el aire de Lanzarote». Hay muchos casos de seres humanos que se han trasterrado; el exilio español fue de trastierros. Recuerdo a Juan Marichal, un hombre abandonado por la suerte, un historiador empeñado en que no se olvidaran los cercos violetas de la República, tratando de conjugar en presente los valores de aquella época en que la educación y los niños eran palabras mayores del credo intelectual, moral y político de la época.

Por esos valores, contra esos valores, los de Franco, que no era Franco solo, iniciaron una guerra horrible, que mató a parientes, a amigos, a maestros de Marichal. Transitó este tacorontero triste por Estados Unidos, por México, volvió del transtierro, se fue a vivir a Madrid, junto a donde él vivió esos tiempos escribo, pero jamás se quitó ni de su presente ni de su porvenir el pasado que convirtió en sangre su recuerdo.

De Marichal aprendí a interpretar el rostro del exilio, y ahora que mi memoria afronta el recuerdo de Saramago esa enseñanza que dejó el maestro republicano ayuda a explicarme el rostro portugués de aquella tarde ante la silueta arenosa de Fuerteventura. De pie, un hombre de pie, sin llanto ni aspaviento, mirando en la tierra la tierra que dejó, en los sollozos del mar, el mar al que yo no quiere ir, es demasiada la herida, es verdad que una palabra basta para sanar, pero una palabra sola es suficiente para derrumbar la patria de un hombre. Se rehízo sobre la tierra, y la casa (A Casa) que es el origen del entusiasmo (Pilar y A Casa) es también el motivo del libro que mejor retrata la respiración que trae hasta este centenario la figura de José Saramago.

A veces lo he retratado a partir de una vieja geografía, la del incendio de Lisboa, que él me iba contando por teléfono mientras miraba quemarse el Chiado. Tenía entonces (tuvo siempre) la paciencia de un poeta, y como narrador era un poeta. El fuego era en ese momento a la vez su dolor y la inspiración que lo llevaba a describir el motivo de su soledad. El fuego es siempre, también, un sonido que va repitiendo, sin fin, esa palabra, fuego, y cuando es llama y es hermoso el fuego que parece poema y es destrucción es a la vez, también, música, un dolor que dice su nombre mientras amenaza o mata. Los niños miran el fuego y el éxtasis que consiguen se parece al éxtasis, a la expectación, que consiguen igual de las nuevas palabras.

Luego lo vi hablar del Alentejo, del suelo fértil, de los árboles, un viejo, su abuelo, abrazado a las figuras del bosque, era una voz de tierra, su apetito por la naturaleza halló habitación más tarde en las cenizas que había domado César Manrique. Delante de aquella casa, A Casa, estaba el aire que quiso, y dentro de la casa los libros que fue haciendo, los diarios lo mantenían alzado del suelo, las novelas le regalaron imaginación a la realidad, esa forma suya de construir con metáforas las amenazas que lleva dentro la palabra futuro.

La guerra (la Guerra de Irak) fue un símbolo de la maldad contemporánea, pues partió de una mentira, también española, contra la que se manifestó, siempre de pie, a favor del aire. Salió en los telediarios y fue a las calles con otros, era un hombre de andar solo, y sin embargo cuando el mundo se dispuso a quemarse por la mala cabeza de Aznar, Bush y otros avivadores del fuego, Saramago hizo del compromiso un grito de aire, una voz de ceniza y mar contra los contemporáneos que defendían la muerte solo por mantener el poder.

Solo una vez lo vi desfallecer, y ya fue porque, como en aquel final del Ulises, ya no se podía más. Le escuché decir, en portugués, até a manha, se recogía la sobremesa, había una luz como de adiós en la cocina, un día después A Casa era su herencia, Lanzarote estaba sin él, partía el avión a Lisboa, Portugal, de donde venía el aire que quisieron quitarle, y él regresaba portando también el aire de Lanzarote.

Durante el trayecto nadie dijo ni media palabra. Iba, en medio del pasaje familiar, Pilar del Río, que lo atrajo al aire de la isla. En mi memoria viajaba, ya era historia, palabra escrita, poema, José Saramago, un hombre de pie.

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