“Hay cosas que no se pagan con dinero”, sostiene Juan Agustín Pérez Pérez, conocido por Tingo, recordando ese momento en el que una mujer se le acercó, emocionada, agradeciéndole con lágrimas en los ojos que hubiera incluido en su libro Fiestas de Canarias la imagen de su marido, ya fallecido.

El horizonte temporal de esta publicación de gran formato, 406 páginas profusamente ilustradas con más de 800 imágenes, abarca 20 años, los que se corresponden con la era digital, pero la memoria de este catedrático de Dibujo, que ha impartido docencia en el Instituto de Granadilla de Abona, se pierde en los tiempos de lo analógico, en reveladoras historias que ha ido plasmando a partir de unas firmes virtudes, la calma y la paciencia, y desde un mandamiento capital, el respeto.

Bajo su enfoque, los objetos y las personas se significan como los auténticos protagonistas de una publicación de la Editorial Turquesa que disecciona las fiestas de Canarias en 10 grupos: Diablos, Fuego y Libreas, Agua, Caballos Fufos, Carnaval, Danzas, Arte Efímero, Romerías, San Juan, Vino y Castañas y Parrandas, encajadas en un ciclo anual que parece no tener fin, que se mueve a impulsos, como sucede con la propia vida.

La cámara, una intrusa.

Tingo admite que una cámara puede convertirse en un elemento intruso y conocedor de tal intromisión, de esa suerte de voyeurismo, se presenta inicialmente desnudo, desprovisto de cualquier herramienta, “como fórmula de respeto”, explica, y sólo después de esa previa y educada presentación es cuando enfoca, siempre solicitando el correspondiente permiso, captando así las imágenes más espontáneas. “Cuando acudo a un festejo no lo hago simplemente el día concreto de la celebración, que en algunos casos puede durar sólo media hora”, explica. Tanto es así, que ha llegado a permanecer hasta cuatro meses vigilante para atrapar con su cámara acaso un solo instante, casi fugaz. Rememora así la recreación de las carretas de la fiesta de San Marcos, en Tegueste, alegando con los carreteros entre vasos de vino, bocados de rosquetes de Chasna, risas.., “hasta acabar siendo parte del propio tapiz”, dice.

El ojo, cómplice del corazón.

No se considera un etnógrafo, tampoco un historiador, pero está convencido de que a nivel fotográfico es capaz de trasladarle al lector, al ojeador, todo un universo de tradiciones con un simple vistazo, un aporte visual que estima sustancial en unos tiempos “donde se lee poco y cada vez menos “. El ojo, convertido así en cómplice del corazón, se conjura para intervenir con plena autonomía en la narración de la historia. “Debo ver donde nadie ve” y recurre al movimiento de las manos como motivo, esas manos que trabajan, los dedos esparciendo arena para colorear una alfombra; la delicadeza para encajar los granos de arroz en un tapiz; el jeito amasando gofio... “Las manos simbolizan la forma en la que cada comunidad prepara sus celebraciones”, señala, son la huella del espíritu y la piel guarda los surcos de la vida, que así es como define su mirada. Por eso siempre ha mantenido inquebrantable una fórmula: alejarse de las fotografías estáticas. “Si, por ejemplo, se trata de un baile, pretendo que quien observe una de mis imágenes pueda ver reflejada la acción, el dinamismo de ese instante”. Y lo mismo ocurre con el color, otro de los elementos que le permiten acercarse a dibujar la esencia de las fiestas.

Indianos y polvos de talco, unidos por el Carnaval.

El Carnaval es una fiesta que tiene su origen en las luminarias de La Candelaria, las candelas, que es el momento en el que se deben desmontar y recoger los belenes poniendo punto y final a la Navidad. Los polvos de talco y Los Indianos son, precisamente, dos tradiciones diferentes, pero que han terminado unidas por el Carnaval. Los Indianos son antiguos, como también los polvos. Tingo sitúa en 1964 el momento en el que se fusionaron ambas tradiciones en La Palma, alumbrando lo que hoy es la actual fiesta. Eso, aunque el uso de los polvos, caretas o disfraces estaba castigado severamente por las autoridades ya desde 1937, una prohibición que la singular picaresca de los palmeros fue capaz de sortear, corriendo los carnavales hasta hoy, y parodiando de esta manera el regreso de los isleños que habían emigrado a América con la figura de la particular Negra Tomasa, encarnada por Sosó.

Las Lagunetas, el retorno del acaudalado emigrante.

Los palmeros no son los únicos en rememorar festivamente la vuelta de esos acaudalados emigrantes. A mitad de camino entre la Vega de San Mateo y Tejeda se esconde un caserío, Las Lagunetas, que también celebra Los Indianos, una fiesta que se remonta a 1909, sencilla, con música de folías, puntos cubanos y habaneras, pero sin polvos de talco. De nuevo el mito del emigrante que retorna y convoca al pueblo al ceremonial del recibimiento, al jolgorio. “Fue la juventud la que en su afán de protagonismo desvirtuó esta tradición incorporando el elemento de los polvos talco, que no es de allí”, subraya el autor, aunque también precisa que en este tipo de festejos se solía tirar harina, la que traían en sus sacos quienes bajaban al pueblo desde los molinos.

El Charco: la masificación.

“Hay quienes establecen, erróneamente, que cuanta mayor sea la presencia de gente más exitosa es una fiesta”, censura Tingo. Pone como ejemplo la fiesta del Charco o la Embarbascá, en la Aldea de San Nicolás (Gran Canaria), Esta celebración revive una antigua técnica de pesca aborigen, que consistía en verter savia de plantas como el cardón o la tabaiba para provocar un efecto sedante a los peces de los charcos del litoral y, así, poder capturarlos más fácilmente con las manos.

El autor recuerda que en 1766, el obispo Delgado y Venegas se escandalizó al ver cómo hombres y mujeres acudían a este festejo ligeros de ropa, literalmente desnudos, “pecando mortalmente en tan depravada diversión”, decidiendo imponer a esta práctica penas económicas y hasta la excomunión como castigo. Desde entonces, los aldeanos se vistieron; ellos, de traje y chaqueta, zapatos y tocados con sombrero; ellas, de vestido largo. De hecho, hoy en día es posible ver aldeanos ataviados con estos ternos “quienes rechazan que la gente se zambulla desnuda en el charco, a los que llaman peyorativamente los descamisados”, comenta.

San Simón o la identidad.

Esta fiesta singular se celebra el último sábado de octubre en el pueblo de Sabinosa (El Hierro). Originalmente consistía en una parranda, integrada solo por hombres (las mujeres fueron aceptadas a finales de los años 80 del siglo pasado), tocando el tambor y cantando al son de la meda. Dicen sus habitantes que a San Simón “todo el mundo está invitado pero no se invita a nadie” y Tingo llama la atención de los forasteros sobe guardar las formas: “Que a nadie se le ocurra coger las andas d el santo”. La celebración en honor del patrono ha evolucionado con los tiempos, incorporando las guitarras, otros instrumentos de cuerda y un repertorio musical más amplio que recorre todos los rincones del pueblo, visitando las bodegas y casas particulares, catando los vinos y saboreando postres y entremeses. Eso sí, por allí han pasado Los Sabandeños, Los Gofiones o Mestisay “que han debido acomodarse al ritmo y al tono, desafinado por cierto, que ellos marcan”.

Una mirada antropológica.

Un total de 91 fiestas populares componen esta publicación, festejos que conjuran episodios de miedo, enfermedad, plagas, epidemias, hambre, sequía... También hacen referencia a ciclos productivos y entroncan con la transgresión, con el pulso entre lo religioso y lo profano, y ese mestizaje que representa el sincretismo. Todas ellas han quedado instaladas en el imaginario popular. Es algo consustancial a los pueblos, un rasgo antropológico adornado de complejas representaciones y rituales. Decía el sociólogo Durkheim que la fiesta primitiva suponía una efervescencia colectiva, una de las formas elementales de la vida en común y la expresión de una solidaridad mecánica. En su deseo de conocer, este estudioso recurre a las fuentes orales, porque defiende que cuando fallece un viejo, muere el capítulo de un libro. “Las personas mayores transmiten su forma de ver y entender la vida, unas experiencias que son únicas e irrepetibles”.

Divulgación: la didáctica.

Tirando de oficio, de su magisterio, Tingo ofrece charlas en centros educativos, “Mi propósito es que este libro se convierta en punta de lanza, que despierte entre los jóvenes el interés por vivir y mantener las tradiciones”. Y aunque convencido y contumaz en su idea, se lamenta: “Desconocemos las Islas; el mar nos ha acercado al continente, pero nos ha separado entre nosotros”.