Epopeya sin parangón

En mayor o menor medida, todos los países, sin exclusión, cuentan entre sus obras literarias o entre su producción cinematográfica con sus propias epopeyas, es decir, con obras que narran en clave heroica y apasionada las grandes convulsiones sociales generadas por la historia y que ilustran minuciosa y eficazmente sus respectivas aspiraciones nacionales.

Los Estados Unidos, al carecer de los siglos de historia que sí reposan en la memoria de otras muchas naciones, han creado en torno a esta película uno de sus más preclaros puntos de referencia para contemplar, conocer y explorar las miserias y grandezas de un pasado cuyas huellas todavía hoy pueden rastrearse en una sociedad preñada de grandes contradicciones. Por eso, a través de las espléndidas imágenes que integran el filme el espectador asiste a una reflexión, parcial si se quiere, pero reflexión al fin y al cabo, sobre una página crucial de la historia de aquel país: el derrumbamiento de una casta de hombres y mujeres que contribuyó a configurar uno de los períodos más convulsos de Norteamérica.

Era la época de los grandes oligarcas, del militarismo de raíces aristocráticas; de los esclavos complacientes; de las intensas pasiones desatadas bajo el oropel de las fiestas galantes? Escarlata y el grupo de jóvenes petimetres que la rodean, así como las frágiles y cándidas damiselas que se agitan de envidia en torno a ella en la esplendorosa mansión de Los doce Robles, personifican el orgullo y la conciencia de una raza de hombres que no renuncian a un puñado de privilegios heredados que forman parte de sus propias tradiciones, de su propia razón de ser, y por los que están dispuestos a entregar sus propias vidas.

Dentro de ese marasmo de pasiones enfrentadas, de sentimientos frustrados y de viejos rencores alimentados por el odio de clase, figuran unos convidados de piedra que asisten imperturbables al drama que se desarrolla a su alrededor. Son los esclavos negros que, junto a la roja tierra de Tara, las mansiones palaciegas y los suntuosos y obscenos banquetes, componen el marco escenográfico de un conflicto social que solo parece afectar a los blancos. La mixtificación histórica y la abstracción de ciertas realidades patentes, como la de la segregación racial, por ejemplo, son, en este sentido, tan obvias, alcanzan tal nivel de inconcreción que, de no ser por su irresistible magnetismo visual, absolutamente inobjetable, la película no gozaría hoy del culto reverencial que aún siguen profesándole legiones de cinéfilos del mundo entero. Realmente, Lo que el viento se llevó es una de esas escasas películas que se aleja de cualquier patrón analítico para asumir la condición de mito supremo de una cultura que, en parte, nació con el propio cine.

Hay películas que no solo se revelan ante el público como auténticas obras de creación sino que, además, resumen en sí mismas las auténticas esencias del gran espectáculo cinematográfico. Filmes como, pongamos por caso, Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940), de Orson Wells; Casablanca (Casablanca, 1942), de Michael Curtiz; Los diez mandamientos (Ten Commandments, 1956), de Cecil B. DeMille; El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915), de David W. Griffith; Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), de David Lean; Blade Runner (Blade Runner, 1982), de Ridley Scott; Apocalipsis Now (Apocalypse Now, 1979), de Francis F. Coppola; 2001: una odisea del espacio (2001: an Space Odyssey, 1968), de Stanley Kubrick; Titanic (Titanic, 1997), de David Cameron; El tercer hombre (The Third Man, 1949), de Carol Reed, o Los siete samuráis (Shichinin no Samurai, 1954), de Akira Kurosawa, que han pasado airosamente la prueba del tiempo e integran la memoria colectiva de decenas de generaciones, son lo que son gracias en gran medida a la afortunada conjunción de elementos artísticos con la que fueron concebidos y, sobre todo, a la admirable armonía formal que siguen destilando después de tantas décadas.

Pero Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939) es, en este sentido, un caso único, sin parangón: su peculiar construcción de folletín fastuoso con ribetes de epopeya y el hecho, sin duda determinante, de estar inspirada en una novela-río aderezada con los ingredientes necesarios para seducir de igual manera a tirios y a troyanos, la transforman en un auténtico fenómeno que trasciende el hecho fílmico para alcanzar la categoría de obra mítica.

A pesar de lo que podamos argumentar acerca del espíritu visceralmente conservador que anima sus imágenes y de que nuestra admiración hacia esta extraordinaria película haya superado esa actitud babeante que induce a afirmar todavía a numerosos cinéfilos que constituye el filme más importante de todos los tiempos, hemos de admitir que, efectivamente, continúa siendo una obra con un enorme poder de fascinación y dotada al propio tiempo de una eficacia dramática difícilmente superable, cualidades de cuya vigencia dan fe los sustanciosos beneficios económicos que ha obtenido la Metro a través de los ochenta años que han transcurrido desde su estreno. Pero de ahí a situarla como la cumbre incuestionable del séptimo arte se nos antoja, cuanto menos, desorbitado. En todo caso, se trata, eso sí, de una de las más altas cimas del cine estadounidense y como tal tiene bien ganado el espacio que hoy ocupa entre la ingente producción fílmica atesorada por aquel país a lo largo de los años.

Ni Margaret Mitchell, autora de la voluminosa novela en la que se inspira el filme, ni David O'Selznick, productor y sin duda artífice virtual de esta superproducción, ni William Cameron Menzies, supremo responsable del fascinante tono visual que destila la película ?antes que los cinco directores que intervinieron sucesivamente en el rodaje? soñaron nunca que una historia con la Guerra de Secesión como telón de fondo pudiera movilizar tal cantidad de espectadores durante ocho largas décadas. De hecho O'Selznick no se sentía, en principio, demasiado inclinado a adquirir los derechos de la novela, al igual que Louis B. Mayer el cual, tras serle descrito el relato por la narradora de turno, afirmó que una película así no sería jamás rentable pues "ninguna película sobre la Guerra Civil ?sentenció? ha dado nunca un centavo". Al día siguiente, Mayer informa al agente neoyorquino que ha propuesto la adaptación del libro que a la Metro no le interesaba en modo alguno adquirir los derechos.

No obstante, meses más tarde, la Warner acaba asumiendo el proyecto con el único propósito de ofrecerle el papel de Scarlett O'hara a Bette Davis, una de las estrellas más taquilleras que tenía esta compañía bajo contrato, a lo que la actriz respondió con una de las habituales bravatas de las divas del momento y de la cual se arrepentiría toda su vida: "Nunca me olvidaré de aquella desafortunada decisión; ni en mis horas más felices lo he conseguido", nos matizó en el curso de la tumultuosa rueda informativa que ofreció durante su estancia en el festival de San Sebastián con motivo del homenaje que le tributaba el certamen, semanas antes de que se produjera su inesperado fallecimiento en París. "No haber interpretado a Scarlett O'hara fue, quizás, el error más imperdonable de toda mi vida artística".

'Casting'

Pero no sería solamente la protagonista de Eva al desnudo (All About Eve, 1950) la única actriz que arrastraría esta frustración. Tras múltiples especulaciones sobre quién podría ser la mujer ideal para encarnar al mítico personaje, en las que se barajaron los nombres de Katherine Hepburn, Norma Shearer, Paulette Goddard, Jean Arthur y un largo etcétera de aspirantes que fueron examinadas a todo lo largo y lo ancho del país, O'Selznick decidió al fin poner en marcha el proyecto al ser abandonado por la Warner, filmando la legendaria e impactante secuencia del incendio de Atlanta sin saber todavía quién encarnaría a la protagonista.

Después de tantos meses de búsqueda, un día le fue presentada una joven actriz británica llamada Vivien Leight, escasamente conocida en Hollywood, y que, según el mítico productor, respondía perfectamente al perfil de aquella arrogante y enamoradiza adolescente creada por Margaret Mitchell.

No resultó tan costosa, sin embargo, la búsqueda del partenaire masculino; desde un principio se acordó que, a juzgar por la enorme popularidad de Clark Gable en aquellos tiempos y por su gran parecido físico y moral con el personaje descrito por Mitchell en la novela, podría ser el intérprete más adecuado para personificar convincentemente al cínico, seductor y pragmático Rhett Butler y, de paso, garantizar la viabilidad comercial del filme.

Afortunadamente, la elección del resto del reparto, encabezado por la clemente y compasiva Olivia de Havilland, el caballeroso y atormentado Leslie Howard -otro actor de origen británico- y el rocoso y patriarcal Thomas Mitchell resultaría aún menos complicada pues su presencia en la película estaría constantemente supeditada al resplandeciente protagonismo de la pareja central a pesar de lo cual todos, sin excepción, lograron brillar con luz propia, aportando uno de los repartos más sólidos y convincentes que se recuerdan en Hollywood desde sus orígenes.