Cuenta Adam Zagajewski, el gran escritor Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2017, su decepción tras asistir a un concierto veraniego en una mansión muy señorial donde también los asistentes eran muy peculiares, "gente muy rica, propietarios de otros palacios, casa solariegas y villas". Allí, una orquesta de cámara interpretó un cuarteto de la época temprana de Mozart a la perfección, "pero los aplausos no fueron demasiado calurosos". Y se pregunta: "¿Tal vez la opulencia nos haga menos propensos al entusiasmo?".

Con un punto de genialidad, prosigue el escritor polaco: "Esto me irritó ligeramente y justo en aquel momento se me ocurrió la necesidad de defender el fervor". Es decir, de trabajar intelectualmente para desvelar ese punto de cinismo y desencanto que arruina el tesoro de cultura acumulado durante siglos en Occidente y que puede infravalorarse, por superficialidad o porque el corazón esté embotado por el escepticismo y la ironía dominante.

De un modo general, Zagajewski expresa en unas pinceladas sociológicas una reflexión que da que pensar: "Una izquierda liberal antimetafísica, pero políticamente honesta (o, más bien, un ''centro''), y una derecha potencialmente peligrosa, pero consciente del valor que tiene la vida espiritual: ¡he aquí el resumen de nuestro extrañísimo desdoblamiento!".

Por ello, para su apuesta por el fervor, acude al ejemplo de Simone Weil, la filósofa francesa, sindicalista, pacifista y, a la vez, mística cristiana; también, a Czeslaw Milosz, el poeta polaco Premio Nobel de Literatura de 1980, quien supo "compaginar el interés activo por la civilización liberal con un fuerte anhelo metafísico". O sea, a personas que amaron con pasión la sociedad plural que habitaron, y que conocieron sin complejos las raíces occidentales de las que había nacido, precisamente, su propia civilización.

Hace falta impulsar una nueva cultura más ética, una nueva manera de comprender lo humano muy postmoderna y nada escéptica. Para ello, ofrezco dos ideas fundamentales. La primera, advertir de la falsedad que comporta la distinción entre la ética pública como fuente normativa en lo moral, y la ética privada en la que vale todo. En este sentido, me parece valioso el concepto de "Ejemplaridad pública" del universo filosófico de Javier Gomá, porque todos somos ejemplo para todos y vivimos arrojados a un universo de ejemplaridad. En este mundo real queda sepultado en el cajón de lo falso la separación esquizofrénica entre lo público y lo privado, pues, desde la ejemplaridad, toda acción personal es pública y todos influimos en todos.

Además, se necesita una sociedad con el ideal de convivencia que propone Josep Maria Esquirol, para quien convivir supone darse vida unos a otros, en el polo opuesto del aislante individualismo imperante. El filósofo catalán propone una cultura de la confianza que indague cómo mejorar la donación entre las personas, y cómo generar gestos de humanidad y de amistad en la convivencia diaria. También Gomá reclamará saber mostrar esa belleza: "Necesitamos un arte que sepa presentar de manera seductora y atractiva los límites inherentes a la convivencia".

Pero esto supone trabajo interior esforzado para buscar el bien, la verdad y una vida personal más ética como ya descubrieron los clásicos. Lo refleja bien Milosz en "Un poema para final de siglo": "Cuando todo estaba bien / Y el concepto de pecado había desaparecido / Y la tierra estaba lista / En paz universal / Para consumir y disfrutar / Sin dogmas y utopías, // Yo, por razones / desconocidas / rodeado por los libros / De profetas y teólogos, / De filósofos, poetas, / Buscaba una respuesta, / Frunciendo el ceño, gesticulando, / Caminando de noche, refunfuñando al amanecer".

Cada persona puede hacer mucho por mejorar la sociedad: así transforma su propia cultura. Porque "el fervor verdadero no divide, sino que une. Y no conduce al fanatismo ni al fundamentalismo. Tal vez algún día el fervor vuelva a nuestras librerías y a nuestras mentes", concluye Zagajewski.

Y a nuestros periódicos.

@IvanciusL