Cuando el tipo se subió al banco de la Plaza de los Patos, armado con un megáfono, la gente aún no lo conocía. "Si no somos capaces de unirnos, acabarán con nosotros", clamaba Leopoldo Cólogan, el que luego sería líder indiscutible del sector platanero canario. La memoria de aquellos años casi se ha perdido. Y la gente que los protagonizó ha pasado a mejor vida, real o figuradamente. O la han palmado o no tienen ya nada que ver con la vida pública y los medios de comunicación. Pero fueron aquellos años los que hicieron el tiempo que vivimos tal y como es.

España negociaba su integración en el mercado común europeo y Canarias era una piedra en el zapato. Los canarios, herederos de un régimen comercial de libertades aduaneras, se mantenían obcecados en la posición de seguir con un pie fuera y otro dentro de la Comunidad Económica Europea. Lo que Canarias quería era ser un territorio social y políticamente europeo, pero fiscalmente un mundo aparte. Un mundo donde se podrían importar libremente materias primas de cualquier parte del mundo, aportarles "valor añadido canario" y comercializar luego los productos como europeos de pleno derecho y libres de aranceles.

Para algunos sectores económicos eso era un peligro. La poderosa tabacalera española, empresa estatal que actuaba en régimen de monopolio, no se podía permitir un agujero de esa magnitud en un mercado que tenía controlado. Esa y otras influencias empezaron a moverse desde Madrid para vender que Canarias no podía quedar fuera del acuerdo general del resto del Estado, porque suponía un peligro "político" dejar un territorio tan lejano, tan cercano de África, sin una firme vinculación con el nuevo espacio económico europeo.

Los agricultores en general y los plataneros en particular empezaron una movilización a la que se sumó tímidamente el sector industrial. Y el comercio, el sector económico hasta entonces realmente representativo de las Islas y de sus libertades aduaneras y fiscales, se durmió en los laureles. En pocos años la posición de las Islas había girado hacia una plena integración en lo que hoy es la Unión Europea y sus mercados y políticas, abandonando por el camino parte de nuestras libertades fiscales y comerciales. Los poderosos mecanismos de Madrid actuaron a todos los niveles y especialmente en el PSOE canario, en el Gobierno, donde hubo que convencer a una buena parte del partido -con Saavedra a la cabeza- del peligro político de dejar al Archipiélago en un régimen diferente al del resto de los conciudadanos españoles.

Desde entonces hasta hoy, la historia ya es conocida. La agricultura canaria saludó la llegada de la PAC con alborozo. Empezaron a llegar cientos de millones en ayudas cada año. Pero la agricultura empezó a hundirse sin remedio. De la debacle general sólo se salvó el plátano canario. Y todo porque aquel líder que gritaba subido a un banco en la Plaza de los Patos tuvo la prodigiosa capacidad de verlas venir. Cólogan creó un "lobbie" platanero en Bruselas, se hizo amigo de los productores y de importantes miembros del Gobierno francés, del entonces ministro de Agricultura, Pedro Solbes, y de todos los que pudo sumar a la causa canaria. Consciente de que el reloj se había puesto en marcha, convenció a los suyos de que había que mantener el mercado español reservado para el plátano canario todo el tiempo que se pudiera y si es posible "toda la vida".

Pero para garantizar eso lo mejor era aprovechar el tiempo para convertirse ellos mismos en una gran empresa distribuidora y comercializadora de frutas. Lo que te da el control último del mercado es que lo domines. Confía en Alá, pero ata a tu camello, como dice el proverbio. Y mientras disfrutaban de esa dulce transición, con el mercado platanero "blindado" con impuestos a las importaciones de otros países, los agricultores canarios (algunos) se convirtieron en otra cosa: en los dueños del mercado peninsular.

Hemos llegado al cabo de la calle. Hay gente en el sector platanero que se quedó fuera de esa estructura y ahora está cabreada. Se han dado cuenta -tarde- de que el tren partió sin ellos. La banana centroamericana tiene ya el 30% del mercado español, pero la venden los empresarios canarios afincados en Madrid. Aquí en las Islas -un mundo aparte- la supervivencia del sector sigue fiada a cosas como la destrucción de una parte de las producciones para subir el precio del bien en los mercados; una práctica empresarial insólita que consiste en hacer pagar más a los consumidores por una menor cantidad de bienes de consumo. Políticas tercermundistas condenadas a la extinción, como gran parte del sector que se quedó fuera de lo que al final fue gran negocio que tendrá final feliz, pero sólo para algunos.