EN UN MOMENTO en que logros sociales que se han alcanzado a lo largo del último siglo parece que se ven amenazados por su insostenibilidad, es necesario, y además urgente, redefinir el enfoque del manejo y coordinación de la atención sanitaria y social, máxime en un entorno de creciente fragilidad motivada por el envejecimiento y la pérdida de autonomía financiera de los ciudadanos.

Humanos, mortales y frágiles como somos, vivimos intentando posponer la única certeza que tenemos: la muerte; y además, tratando de evitar el sufrimiento que conlleva la pérdida de la salud y la autonomía.

Aparte de la muerte, para la que no tenemos remedio, es la pérdida de autonomía, es decir, la dependencia, el dolor y el sufrimiento lo que nos preocupa, para lo que podemos aportar soluciones y a lo que estamos obligados a gestionar como sociedad.

Durante décadas hemos asistido al crecimiento de centros y unidades altamente tecnificadas, capaces de solucionar problemas agudos que solo unos años antes supondrían el final del ciclo vital de la persona afectada.

Paralelamente, la mejora de las condiciones de vida y de salubridad en general han conseguido un aumento muy importante de la esperanza de vida del ciudadano medio, lo que conlleva un incremento del número de episodios agudos de enfermedad, precisamente por la mayor duración de la vida y, sobre todo, que la necesidad de dependencia sea más creciente ante la pérdida de autonomía, en el sentido amplio del término.

Ante esto, ¿qué hacemos?: desarrollamos dispositivos, sistemas, en la mayoría de los casos lugares distintos a los espacios habituales del dependiente en los que nos hacemos la ilusión de atenderles, pero que suponen precisamente romper con su medio y entorno; suponen un grado mayor o menor de exclusión y que, además, no están pensados ni dotados para resolver problemas concretos agudos, esos que llamamos sanitarios.

Obviamente, no cumplen completamente con el objetivo global: atender la dependencia con sus variantes y ramificaciones. Esta dualidad de lo social y lo sanitario hace que el sistema no esté verdaderamente centrado en la persona, genera ineficiencias, complica los procesos y conlleva mucho mayor gasto en esfuerzo, recursos y dinero.

Frente a esto, la Orden Hospitalaria San Juan de Dios aboga y ejerce una atención integral en la que se incluye -casi siempre se logra- un servicio que atienda las necesidades sanitarias, sociales, espirituales e incluso familiares de la persona que lo necesite. Para ello son necesarios, además de profesionales con esta orientación, dispositivos adecuados que no necesariamente son instituciones, sino que van más allá intentado mantener al dependiente o enfermo en su entorno siempre que sea técnica y humanamente posible, en un intento de que la enfermedad o la dependencia, especialmente si esta es temporal, se viva como un incidente más de la vida y no como un corte del devenir de la misma y una fuerte alteración de su ritmo.

No es necesario más dinero para esto. Es fundamental, sin embargo, pensar en problemas y por tanto en dispositivos, sean los que fueren, que atiendan estas dificultades teniendo en cuenta a la persona que sufre.

El continuo debate entre atención social y sanitaria debería, a nuestro juicio, ser un punto de reflexión para los responsables del ordenamiento y de la financiación porque, si pensamos en el atendido, si centramos nuestro interés en la persona, este es un requerimiento que no podemos dejar de lado.

Pero es que, además, los recursos serán mucho más eficientes, aumentando también la eficacia, especialmente si el asistido, enfermo o dependiente, juega un papel central en su autocuidado y en la planificación de su recuperación o el manejo de su proceso. Habrá también que apoyar, formar y sobre todo ayudar y respaldar a los cuidadores más cercanos, los que están próximos familiar o afectivamente, por el que de nuevo prestamos atención al necesitado y a su entorno.

Nosotros, los sanitarios, acompañaremos e instruiremos, vigilaremos el estado, nos aseguraremos del diagnóstico y aportaremos las soluciones o tratamientos puntualmente necesarios y cada uno de los asistidos compartirán (o compartiremos, todos seremos dependientes alguna vez) la responsabilidad y por tanto la obligación de demandar y utilizar los dispositivos o los profesionales que como sociedad hayamos puesto para este menester en modo y cuantía adecuados. Para ello necesitaremos el conocimiento y la responsabilidad de la autogestión de los cuidados y la salud.

Desde los que ostentan la responsabilidad de ordenar y vigilar por el sistema en su conjunto se ha de procurar por la equidad, la beneficiencia, no maleficiencia, y la justicia social, respetando siempre la autonomía personal y poniendo los medios para que los sistemas y modelos se orienten al logro del bien último: la atención y el servicio necesarios de los que la precisan, logro éste que como sociedad hemos conseguido y tenemos el deber ineludible de preservar.