CUENTAN los que no tienen otra cosa que contar que Sara Carbonero entrevistó a muchos jugadores de la selección española tras el partido con Alemania, pero no a su novio. Es decir, al guardameta -¿lo he escrito bien?- Iker Casillas. Eso sí, durante la retransmisión del encuentro le recordó a la audiencia que el portero de "la Roja" había batido el récord de imbatibilidad, valga la redundancia opuesta, con 313 minutos de juego sin encajar un gol. Pues qué bien.

Me dice un colega, a quien tengo por entendido en los asuntos del balompié, que la señorita Carbonero no tiene ni idea de fútbol. No lo sé. Esencialmente porque tampoco yo poseo conocimientos suficientes sobre este deporte para determinar si alguien sabe algo del asunto o está, supuestamente, al mismo nivel de doña Sara. Eso sí, tengo la sensación de que para entender de fútbol, para entender de un ejercicio físico consistente fundamentalmente en correr detrás de una pelota de cuero para darle patadas, no hace falta ir a Salamanca y matricularse en su centenaria universidad. A decir verdad, no hace falta ni ir a Las Palmas para recibir docencia en la suya. Más bien pienso que uno puede hablar de fútbol con la suficiencia de un catedrático sólo con tomarse un par de cervezas en la barra de cualquier bareto.

No obstante, y ya un poco más en serio -no totalmente en serio porque tomarse algo en serio en este país resulta imposible- hay cosas que siguen sin encajar. Uno puede echar mano de la nostalgia y manifestar -acogido a aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor- que antes no ocurrían estas cosas. Ni antes, ni ahora. Porque tanto en las épocas pretéritas como en la presente existía una norma no escrita llamada decencia. Y no me refiero a la decencia sexual, ni moral, ni a ninguna en particular, sino a todas en general. Cierto que el pudor no está muy de moda. Más bien hasta resulta contraproducente si uno quiere trepar por las intrincadas lianas de la selva en que vivimos. Sin embargo, la compostura, el decoro y todos los adornos personales que deberían estar en la mochila de cualquier persona honesta consigo misma, siguen tan vigentes como hace dos mil años. Y bajo su olvidado paraguas, cabe manifestar que no es de recibo que una periodista informe, e incluso dé opiniones, sobre un acontecimiento en el que uno de sus principales protagonistas está sentimentalmente vinculado a ella. Por supuesto, lo mismo cabría afirmar en el caso contrario; es decir, si la protagonista del asunto fuese una mujer y el periodista un hombre. ¿Puede un profesor examinar a su novia en una prueba de licenciatura universitaria? Si la mera amistad de un juez con una persona lo inhabilita para participar en un proceso en el que esté involucrada dicha persona, ¿no sería sensato reivindicar lo mismo para la profesión periodística? ¿Qué dicen al respecto los éticos de esta curiosa profesión que a muchos nos ha tocado ejercer, tanto los que van teñidos como los que prefieren el pelo cano? Nada. De esto no dicen nada.

Sobra añadir que la selección española de fútbol no puede prescindir, salvo posible y probable descalabro, de su portero titular. ¿Puede, en cambio, renunciar un canal de televisión a una periodista, habida cuenta de que doña Sara no es Oriana Fallaci ni ha sido nominada como candidata al Pulitzer? Pienso que sí. Inclusive a costa de cierta cuota de audiencia. Lo malo, y ahí está el problema, es que la popularidad, aun a costa del morbo, se ha convertido en una virtud más apetecible que la decencia.