FUI de los que escribieron en su momento, sin duda en plena efervescencia irónica durante los meses en los que las embarcaciones rebosantes de inmigrantes llegaban de dos en dos y hasta de tres en tres, que no era prudente tirar las pateras a los vertederos porque algún día nos podrían hacer falta. Puro sarcasmo, lo reitero, porque la mordacidad es un ingrediente tan necesario en un artículo cotidiano como la sal y la pimienta en una buena cocina. En caso contrario no le salen a uno sino peroratas de catequesis con olor a naftalina o a tinte de pelo, si bien de coloraciones capilares prefiero no hablar.

Suelo arrepentirme de pocos artículos; o de algunos párrafos, o aun de ciertas líneas dentro de esos artículos, pero esta es una de las ocasiones en que voy a hacerlo. Deploro haber frivolizado con el tema de la emigración -no de la inmigración, sino de la emigración- en un país, España, que ha sido tierra de emigrantes durante las nueve primeras décadas del siglo XX y también, ahí está la historia, durante largos períodos de tiempo en los siglos anteriores. Si cometí esa frivolidad fue porque ni en la peor pesadilla podía vislumbrar la imagen, al igual que muchos españoles, de que en un futuro nada lejano muchos habitantes de este país tendrían que volver a buscar en tierra ajena el sustento que no les proporciona la suya. La estampida ya es general. Todavía no hay datos oficiales porque los actuales emigrantes no son los desarrapados campesinos y urbanitas pobres de los años cincuenta y sesenta, pero la sangría de mano de obra cualificada -y hasta de la no tan cualificada- aumenta día a día.

Los destinos en los que los expatriados del siglo XXI intentan huir de la miseria laboral y profesional española no se circunscriben a los países europeos. Colombia, Brasil, Perú y Argentina, hasta no hace mucho naciones emisoras de emigrantes hacia España, vuelven a ser las tierras prometidas de antaño.

¿Culpables? Yo diría que los políticos. Eso sin lugar a dudas. Sin embargo, en una democracia, e incluso en un remedo de democracia como esta, a los políticos los eligen los ciudadanos. Y como la causa de la causa es causa del mal causado, somos nosotros los responsables de que tantos compatriotas tengan que hacer la maleta no para completar su formación académica en el extranjero, lo cual es muy beneficioso en un mundo global guste o no guste, sino para vivir con dignidad cuando ya han terminado esa formación. El dato, publicado también hace unos días, de que más del 31 por ciento de los profesionales españoles están sobrecualificados en sus empleos -es decir, desempeñan un trabajo para el que no era necesario formarse tanto- resulta a la vez aterrador y desalentador.

Un panorama todavía más desolador en Canarias, donde un tozudo de la política se aferra al poder después de que su partido haya perdido dos elecciones en un año, la segunda inclusive de forma más estrepitosa, aliado con unos socialistas que cosecharon igualmente una derrota escandalosa en las autonómicas, aunque no tanto como la que les aguardaba en las generales de noviembre. Y esto parece que va para tres años y medio más, hasta que acabe la legislatura. ¿Quedará alguien en Canarias entonces, además de Rivero y caterva?

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