DESDE que la Autoridad Portuaria de Tenerife anunciara, el pasado 14 de julio la reanudación de las obras del puerto de Granadilla (suspendidas hace 16 meses) se han sucedido nuevos acontecimientos que reflejan el nivel de surrealismo político y económico con el que nos movemos en Canarias con las cosas de comer.

Acostumbrados a cargar el mochuelo de todos los males a la clase política, nadie repara en el enorme costo económico y de empleo que para Tenerife y para Canarias ha tenido la desaforada campaña contra el puerto de Granadilla que durante años han mantenido organizaciones que quizá nacieron ecologistas, pero que han acabado por convertirse con el paso del tiempo en clanes antidesarrollistas y antisistema, que encubren bajo la siempre simpática bandera verde un fundamentalismo político muy parecido al talibanismo religioso. Un radicalismo que, cuando se presenta a las elecciones, ni siquiera les permite obtener un concejal.

Y los comparo con el fundamentalismo religioso porque han logrado amplias adhesiones sociales, sobre todo entre la juventud, no tanto con datos y razonamientos como con actos de fe. "El puerto de Granadilla causa -dicen- un grave quebranto a la biodiversidad y al medio ambiente de Canarias". No lo demuestran, como nunca demostraron el perjuicio del trazado eléctrico por los montes de Vilaflor. Pero si en aquella ocasión lograron su propósito, en ésta no lo han conseguido (parece) y reaccionan con la misma intransigencia antidemocrática que caracteriza al fundamentalismo; y hasta se permiten amenazar con querellas criminales a los políticos que impulsaron en el Gobierno y en el Parlamento una opción legítima, el nuevo Catálogo de Especies Naturales; como ha hecho Ben Magec sin ir más lejos. De nuevo aparece en ellos el reflejo totalitario, porque sólo en las dictaduras se responde a la discrepancia de opinión con la cárcel.

Y todo esto viene sucediendo por muy variadas razones. La más insólita es para mí la diferente vara de medir con que el sistema judicial afronta las causas públicas o privadas.

Y ello es así porque el permanente obstruccionismo a las decisiones de los poderes públicos legítimos sale absolutamente gratis en este país, desde el momento en que los jueces admiten medidas cautelares como la paralización de obras sin reclamar aval alguno por los daños y perjuicios causados a terceros. Si esto ocurriera contra una infraestructura privada, la prudencia llevaría al juez a exigir garantías por los daños derivados de un posible retraso injusto de la obra.

Pero en los asuntos públicos, sin embargo, parece entenderse que, paradójicamente, cuando está en juego el interés general no esta en peligro el interés de nadie. Y, por lo tanto, a nadie se le pide cuenta ni reparación por los daños que puedan causar los retrasos.

Por otra parte, y asustados desde lo ocurrido en Vilaflor, los titulares de las instituciones o del tejido social favorable al proyecto han renunciado a la mínima pedagogía publica sobre las evidentes bondades del puerto de Granadilla, como si fuera algo vergonzoso o lamentable. Lo que no solamente redunda en contra de esa iniciativa, sino que contribuye a acentuar la desconfianza ciudadana sobre la clase política. Hasta el punto de que en la mayoría de las encuestas se apunta a algo sumamente preocupante para el futuro: la consideración de "los políticos" como uno de los problemas del país y no como el germen de las soluciones. Donde esa plaga se ha extendido siempre han acabado por surgir fenómenos populistas y autoritarios, como la que representa Chávez en Venezuela.

Los fogueteadores de la batalla antiGranadilla, perdida en el Parlamento, quieren seguir prolongándola en los juzgados, en buena medida porque no son capaces de aceptar la lógica democrática de las mayorías. Lo verdaderamente asombroso es que el PSC-PSOE siga embarcado en la contradicción permanente de apoyar y de contestar a un tiempo el puerto de Granadilla. Mientras a nivel insular siempre lo ha defendido, en el Parlamento de Canarias lo respalda o combate según le da, y en los ministerios de Fomento y de Medio Ambiente lo sigue manteniendo vivo después de haberlo recortado a la mitad caprichosamente.