A VECES, por no decir siempre, conviene que llegue alguien de fuera a contarnos cómo estamos realmente. Ha dado bastante que hablar ayer lunes, en tertulias y por ahí, un amplio reportaje publicado el domingo por el diario "El País" con el título "Retrato de un país en crisis". Su autor, Phil Bennett, ex director adjunto de "The Washington Post", ha tenido a bien pasar unas semanas en España durante las que ha entrevistado a mucha gente. Desde personajes de altura -es un decir- como Elena Salgado, Mariano Rajoy o Rodrigo Rato, hasta parados que hacían cola a la puerta de las oficinas de empleo.

Aun a sabiendas de que muchos de ustedes han leído el mencionado reportaje, resumo brevemente que Bennett perfila la catástrofe económica española mediante la reciente, y no menos catastrófica, historia de un pueblo manchego llamado Villacañas. Una localidad escasa de almas que sobrevivía a duras penas con la agricultura, hasta que llegó la diosa fortuna y derramó sobre ella su cuerno de la abundancia. En Villacañas comenzaron a fabricar puertas. Sí, como lo oyen. Pero no unas pocas, sino nada menos que once millones de puertas al año. En un país capaz de construir en doce meses más viviendas que Alemania, Francia e Italia juntas, comprenderán ustedes que hacían falta muchas puertas. Para abreviar, 600 millones de euros de beneficios anuales para una población de 10.000 habitantes, sin nadie parado. Al contrario, las fábricas trabajaban 24 horas al día y siete días a la semana. Hasta que llegó la crisis y mandó parar. El final de los países maravillosos, en los que sólo habitan Alicia y Zapatero, suele ser amargo. Lo malo es que en la época de las vacas no ya gordas, sino gordísimas, los chicos de Villacañas abandonaban la escuela a los 16 años. ¿Para qué seguirle aguantando el rollo al coñazo del profesor -o de la profesora-, si a la puerta del colegio estaba la bicoca? A fin de cuentas, tampoco hace falta resolver ecuaciones para fabricar puertas. De hecho, ni siquiera es preciso saber escribir sin faltas de ortografía. Eso, a corto plazo; la realidad un poco después es una desmesurada abundancia en Villacañas de personas con 40 años que no cogen un libro desde que tenían 16. Es decir, sólo saben hacer puertas que ya no se venden porque nadie necesita. Al menos en tan desmesurada cantidad.

Por utilizar una frase hecha y propia, además, de esas solidaridades pollabobescas que tanto abundan en estos tiempos de congoja, cabría decir que Villacañas somos todos. En Canarias alguna puerta también se fabricaría, por supuesto, si bien aquí lo que más hicieron quienes se cansaron del rollo del nota en clase fue poner bloques, reponer estanterías en las grandes superficies y ayudar como peones en los camiones de reparto. Actividades todas ellas isomorfas -o directamente equivalentes- al negocio de las puertas.

¿Y ahora qué? Buena pregunta. Para empezar, habrá que enseñarle a la gente de 40 años otras habilidades laborales. Eso lleva tiempo, ya lo sé, pero no se me ocurre otra salida, habida cuenta de que seguir con las jubilaciones anticipadas en un país que ya paga 32.000 millones de euros anuales en subvenciones al desempleo -casi nada lo que nos cuesta el pesebre- parece una opción bastante peor. En Canarias también, por supuesto.

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