EN ABRIL de 1922 se produjo un interesante duelo dialéctico entre Alberto Einstein y Henri Bergson sobre el concepto del tiempo. No el tiempo atmosférico -el "the weather" inglés- sino el tiempo temporal. Hasta el comienzo del siglo XX, Bergson era el maestro indiscutible de las ideas sobre el tiempo. Una inmensa mayoría de la intelectualidad europea lo admiraba. Su reinado, empero, estaba próximo a concluir. Primero la Teoría especial de la relatividad, propuesta por Einstein en 1905 y luego su versión general, dada a conocer por el mismo físico alemán entre 1915 y 1916, acabó con la noción bergsoniana acerca de la forma en que experimenta cada individuo la sucesión de los acontecimientos. "El tiempo de los filósofos ha muerto", sentenció Einstein en aquel debate. Lo cual, ustedes se harán cargo, sentó muy mal a los filósofos. Sin embargo, y a pesar del enfado, perdieron la batalla. ¿Perdió en ese instante la filosofía su guerra contra la física? Sobre este asunto se podría hablar durante cientos de horas y escribir ensayos de miles de páginas sin llegar a una conclusión definitiva. Lo único cierto es que desde entonces el mundo desarrollado -el mundo que ha ido a la Luna, el que más ha avanzado en la lucha contra las enfermedades, el mundo con un bienestar social más generalizado, el más demócrata, el de los mayores logros personales; en definitiva, el mundo que cuenta a la hora de tomar decisiones planetarias- depende más de la física que de la filosofía. Y lo siento por los amantes de la filosofía; empezando por quien esto escribe, que es uno de ellos.

¿Ha muerto también en nuestros días el tiempo de la cultura, entendida ésta como una erudición general? Cabe preguntar para qué sirven tantas campañas encaminadas a que la gente, de forma especial la gente joven, lea más, estudie más y se forme más, partiendo de que no es lo mismo información que formación. De la primera andamos bastante sobrados; de la segunda, para qué hablar. ¿De qué sirve llegar a la universidad con el marchamo de saber inglés, si luego desconocemos que en castellano los buques no tienen doble piso sino doble casco, que no hay un solo solsticio sino dos (al comienzo del invierno y del verano, respectivamente), que la expresión española de pequeños préstamos no es microfinanzas sino microcréditos -no es lo mismo microfinanzas que microcrédito-, y que la expresión anglosajona "fresh water" no se traduce por agua fresca sino por agua dulce o, en su caso, por agua potable?

No pretendo, sin embargo, enjuiciar la eficacia o inoperancia del sistema educativo español cuando cuestiono el deceso -o la supervivencia- de la erudición. La pregunta que me planteo y les planteo es más sutil. ¿Resulta imprescindible ser culto o erudito para triunfar en la España actual? Esencialmente, no. Basta echar una mirada a nuestro alrededor para comprobar cual es la formación de los más altos próceres, tanto los vernáculos como los de Cádiz para arriba; de hecho, basta con oírlos hablar durante un minuto. Y no sólo en la empresa privada, donde cada cual es dueño de hacer lo que quiera siempre que no saque los pies de la maceta, sino hasta en la pública. Personas que no son licenciadas ni en Economía ni en Derecho, ni falta que les hace, pero manejan millones y millones de euros procedentes del erario. No del erario público, sino del erario sin más; el erario, lo repito por enésima vez, es el tesoro público de un país, o el lugar donde se guarda.

Engáñese cada cual si eso es lo que le apetece, pero engañar al prójimo resulta un poco más difícil. Sobre todo si se trata de gente joven. Personas aún incipientes en el arte de la vida, que contemplan atónitas como amasan grandes fortunas individuos que le dan cuatro patadas y media al diccionario cada vez que abren la boca. ¿A quién le puede extrañar, en estas circunstancias, que sólo un 10,8 por ciento de los canarios considere que la educación es un problema en estas Islas?

Estamos, en cualquier caso, ante una concepción errónea tanto de la economía personal como de la colectiva. Así lo corrobora otro dato de la encuesta que acaba de publicar el Centro Económico y Social de Canarias: el paro le quita el sueño al 84,6 % de los habitantes del Archipiélago; una cifra que casi duplica al porcentaje de personas preocupadas por la situación económica en sí misma, y sextuplica con creces a la de quienes sienten alguna inquietud por la corrupción política, la inmigración, las infraestructuras o la vivienda. Acaso tendríamos que replantearnos los temas en los que se centran los medios de comunicación, o al menos la prioridad de dichos temas, habida cuenta de que los intereses de la población parece que son otros.

Conviene, no obstante, que nadie se lleve a engaño. Los empresarios semianalfabetos pero capaces de grandes pelotazos medran muy bien en los ríos caudalosos de la abundancia, pero caen a plomo apenas la situación se pone difícil. El hundimiento sin consuelo de la economía española, y de la canaria en particular, son el mejor índice de la abundancia de tales empresarios. Al final, tal vez la física haya desplazado a la filosofía, pero la economía especulativa y los licenciados en las universidades de la vida jamás podrán desplazar, a medio y largo plazo, a una cultura sólida producto de una esforzada e irremediablemente estoica formación personal. Pero una formación auténtica, muy alejada, por propia definición, de coger apuntes en una facultad, aprobar exámenes, obtener un título universitario e inscribirse en las listas del desempleo. Por mucho que lo deseen algunos, la cultura, el saber, la erudición en definitiva, puede que estén enfermos pero no han muerto aún.

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