Me hace bastante gracia cuando José Luis Rodríguez Zapatero, Juan Fernando López Aguilar, gente así, presumen de que en casi seis años de legislatura socialista se ha avanzado mucho más que en los ocho anteriores cuando gobernaba el PP. Período en el cual, según los mencionados y también otros del estilo de Fernández de la Vogue, José Blanco, la ínclita Bibiana Aído y la no menos ínclita Leire Pajín -de quien se dice que no le hace caso ni la madre que la parió, y es verdad-, no sólo no se avanzó socialmente en España, sino que incluso se retrocedió.

Ciertamente, y eso también lo ha dicho siempre el pueblo, cada cual cuenta la feria según le ha ido. Porque uno de los grandes logros de los que presume Zapatero, así como esa niña de sus ojos que es la ministra de Igualdad, es la píldora del día después; una pastillita que a partir de hoy se podrá comprar en las farmacias sin receta por unos dieciocho euros. En cambio, para adquirir un antibiótico de baja intensidad con el que aliviar una mera infección de garganta, continuará siendo necesaria una minuta firmada por un facultativo; lo cual me parece bien, aunque me crea bastante trastornos cada vez que debo tratarme una simple infección de garganta.

No voy a rasgarme las vestiduras por que a partir de hoy cualquier mujer, incluso cualquier chica de 14 ó 15 años, tenga a sus manos un recurso para no vivir con el alma en vilo durante dos semanas, después de darse un revolcón sin protegerse con cualquier maromo que se le haya puesto delante y le haya apetecido, pues en el fondo es eso de lo que se trata. No voy a rasgarme las vestiduras porque incurriría de lleno en el cinismo. Tanto quien escribe esto como quienes lo están leyendo hubiesen deseado que la polémica pildorita existiese en otros tiempos desgraciadamente ya pretéritos. El debate no se centra en casos personales de apremiante urgencia -que, como digo, los ha experimentado casi todo el mundo, bien personalmente, bien en el ámbito de la pareja-, sino en los límites morales del camino que hemos elegido. Ya sé que hablar de moralidad suena a discurso obsoleto. Lo decía un profesor y miembro del Consejo Escolar de Canarias, a quien entrevisté el viernes en un programa de EL DÍA Televisión: "es muy difícil educar a unos chicos en un aula, cuando la sociedad, y a veces su entorno familiar, les inculcan otros valores". Valores que no constituyen ningún valor, subrayo por mi parte, porque hoy lo que impera es "coge el dinero y corre" extendido a cualquier actividad: coge el placer y corre, rechaza el esfuerzo y corre y, en definitiva, diviértete y corre.

¿Es esto un logro social como lo presentan los voceros progres? Si aspiramos a una sociedad ligera, superficial, indolente, egoísta y, en definitiva, hedonista al cien por cien, indudablemente sí. En ese caso resulta indiscutible que hemos elegido el camino directo. Pero las sociedades del placer siempre han acabado mal. Les sucedió a los romanos, a los griegos antes que a los romanos y nos ocurrirá a nosotros. Porque las normas morales, la renuncia explícita al todo vale -al culto al instante- no son una imposición sádica o masoquista; son los muros de contención que han ido construyendo, siglo tras siglo, las sociedades civilizadas para no sucumbir ahogadas por su propia hediondez.