SI CÉSAR Manrique levantase la cabeza y tropezara con el Parque Marítimo que lleva su nombre en la capital tinerfeña, cerraría de nuevo los ojos y volvería al descanso en su reposo de lava en Haría. En el ayuntamiento del Chicharro han perdido la vergüenza. Nadie es capaz de encontrarla, ni siquiera volviendo la mirada atrás y recordando qué demonios era aquello que, rodeado por las olorosas instalaciones de la Refinería, de aquel hospital de aislamiento y del montículo de gases peligrosos que se llamó Lazareto, se transformó, gracias al inolvidable conejero internacional, en un complejo que pretendía proporcionar a Santa Cruz un gran espacio para el ocio del que carecía.

César Manrique ignoraba entonces que en 2009 la Casa de los Dragos iba a estar ocupada por una serie de intereses que desdibujarían todo su ambicioso y hermoso proyecto. Así, de pensar en una obra pública, es decir, para uso y disfrute de los ciudadanos, se ha terminado en unos extraños negocios que, a pesar de que en un principio la gestión del Parque estaba encomendada al Ayuntamiento y a la Autoridad Portuaria de Santa Cruz de Tenerife, han desembocado (los negocios) en una situación intolerable, permitida por los dos máximos responsables de las citadas instituciones (Luis Suárez Trenor era un santo), que, como ya viene siendo normal en las decisiones que afectan a los que no bailan al son municipal y portuario, ha repercutido en los usuarios. Al margen de la infinidad de tejemanejes que han visto la luz pública, nosotros, los legos en esta materia, entendemos que un espacio público se ha transformado, gracias a esas piruetas que nos regalan nuestros bienamados políticos, simplemente en un negocio privado. Y esto nadie lo asimila. El perjuicio es evidente y grave. Y lo peor es que el alcalde (Zerolo perderá un montón de votos) ha declarado que será muy difícil abrir el Parque en el verano que ya ha comenzado. Y el empresario, por otra parte, convencido, manifestó que si van contra él tirará de la manta. Y el chicharrero en medio. Y el deterioro de las instalaciones continúa.

Una vez que el infortunado bañista asiste, estupefacto, a la imposibilidad de acceder al complejo creado por César Manrique para él, se dirige, bañador y toalla en mano, hacia Valleseco, único lugar donde tal vez pueda darse un chapuzón. Otra sorpresa le aguarda. La Autoridad (autoritaria) Portuaria no ha movido un dedo para solucionar los vertidos que, parece, la petrolífera pierde junto al Castillo Negro y en la misma playa del barrio de Santa Cruz, donde se ha limitado a instalar una barrera flotante para que no se inunde de caca todo el Atlántico.

Después se encuentra con las ruinas del añorado Balneario, para, unos metros más allá, pasar por encima de una de las reivindicaciones de María Jiménez: la playa de La Maretita, por supuesto ignorada por las autoridades citadas. Por fin decide acercarse a Las Teresitas, junto a un mar de coches que se encontraban perfectamente parados con conductores educadamente cabreados. La Policía había cerrado el acceso a San Andrés porque no cabía ni un alfiler más. La orden consistía en que dieran la vuelta y volviesen por donde habían venido.

Y es aquí donde la desidia y la inepcia del Ayuntamiento y Autoridad Portuaria cobran su más grandioso esplendor y rozan la denuncia oficial. Porque, además de tener el deber de respetar al ciudadano que paga sus impuestos para poder disfrutar de algún esparcimiento en el destrozado litoral chicharrero (desde el Palmétum hasta la misma playa estigmatizada), el pueblo no puede seguir permitiendo que estos ilustres ineptos hagan lo que les venga en gana con las obligaciones que comportan los cargos públicos.

Ahí están todos esos miles de millones de pesetas invertidos en una anormalidad: la charca sucia de lo que otrora fue la bella plaza de España, ideada por unos técnicos foráneos (los arquitectos también se equivocan). Aquí no hacen falta este tipo de disparates porque la mar la tenemos, la teníamos, al alcance de la mano. Sobra, asimismo, que en Las Teresitas se realicen grandes obras. Sólo adecentar los servicios públicos y convertirla en un ejemplo de salubridad. Esos dineros que están brincando por ahí pueden destinarse a aparcamientos gratuitos y entradas y salidas de la playa. Ponerla bonita y apta posiblemente cueste unos pocos miles de euros... que pueden escudriñarse en Urbanismo y Fiestas. Seguro.