ESTE ARTÍCULO no le gustará demasiado a mi amigo Luis de Miguel, presidente de Fedeco, la patronal del comercio tinerfeño. Luis ha luchado durante años para que este importante sector de la economía canaria no se hunda por completo. Él y su equipo están haciendo cuanto pueden, pero algunas cosas se les escapan sencillamente porque las belilladas individuales son incontrolables. Y empiezo.

El pasado enero vi un reloj muy curioso en un escaparate de la santacrucera calle de San José. Se trataba de un cacharro caro, pero en contrapartida, además de dar la hora, medía la tira de cosas: la presión atmosférica, la altitud, la temperatura, la profundidad a que uno es capaz de bucear... Sin pensarlo dos veces, entré en la tienda y me concedí el capricho. "Garantía total", me aseguró el comerciante hindú que me atendió solícitamente. "Si tienes algún problema, tú lo traes y yo lo arreglo".

Aquel artilugio funcionó durante cuatro meses. Pero un día, para mi desazón, empezó a parpadear en la esfera una señal apremiante: la pila estaba casi agotada. Molesto por el contratiempo pero esperanzado con el hecho de que sería bien tratado, regresé a la tienda. Y ahí empezó un pequeño calvario, porque no me atendió el señor hindú sino una señorita o señora goda. Digo goda y no peninsular porque godo, sobra volver a explicarlo, no denota procedencia sino actitud. Nadie es godo por haber nacido en la Península, sino por comportarse despectivamente hacia sus semejantes. "Tiene que dejarlo para que lo revisen en Las Palmas", dijo displicente.

Vivo en la isla más extensa de Canarias, en la más poblada y en la que recibe más turistas -casi cinco millones y medio cada año; dos más que la redonda-, pero siempre que deseo comprar algo distinto a una hamburguesa, alguien tiene que pedirlo a Las Palmas. Me pregunto para qué coño existe, por ejemplo, la Cámara de Comercio de Tenerife, y también la propia Fedeco de mi amigo Luis. En fin, lo peor de todo no es que ese reloj -aciaga la hora en que lo compré donde lo compré- ande ahora por Vegueta o por Kualalumpur; lo peor fue la pedantería de la goda, que hablaba como si me estuviera pisando las pelotas; como diciendo para sus adentros "qué bien estoy jodiendo a este tío". Pese a todo, no se lo tuve en cuenta. Un mal día con el maromo lo tiene cualquiera.

Un mes después, empero, llamé a la tienda para saber qué ha sido del dichoso reloj. "Todavía no está", fue la goda respuesta de la goda. "Ha pasado un mes". "Sí, pero el relojero está de baja y el otro ha cogido vacaciones". "¿Y para cuándo estará?". "Ni idea. Déme su teléfono y ya le avisaré". De nuevo el mismo tono pisapelotas: "joder, qué bien estoy jodiendo a este tipo". La jactanciosa suficiencia de la primera vez no era consecuencia, por lo tanto, de un mal polvo; parece que es lo habitual en esa señora. O señorita.

Huelga decir que los principales clientes de esa tienda, por una mera cuestión estadística, no son los tinerfeños sino algunos de esos cinco millones y medio de turistas que vienen a Tenerife. Prefiero pensar que ellos reciben mejor trato. En cualquier caso, permitan que me ría -apenas una sonrisa irónica, no una carcajada a mandíbula batiente, que sería lo propio- cuando oigo hablar de hacer competitivas a las tiendas tradicionales.