Nada se pudo hacer por las 145 ballenas piloto varadas de forma masiva sin explicación. Así acabaron en una isla remota de Nueva Zelanda, más de la mitad muertas. Para el resto se tomó la decisión más dolorosa: sacrificarlas. Estaban muy débiles, había escasas posibilidades de reflotarlas, el acceso era difícil y el personal escaso. No muy lejos y también moribundas, otras 12 orcas pigmeo, de las cuales se pudo salvar a ocho.