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Revueltas, plagas, sequías y erupciones: así fue el periodo más trágico de Canarias

Las Islas vivieron en el siglo XVIII una sucesión de tragedias que marcaron su historia y forjaron el carácter resiliente de su gente

Paisaje volcánico desde las montañas de Fuego, en el parque nacional del Timanfaya, Lanzarote.

Paisaje volcánico desde las montañas de Fuego, en el parque nacional del Timanfaya, Lanzarote. / El Día

Santa Cruz de Tenerife

Hubo un tiempo en que Canarias bien pudo ser conocida como las islas desafortunadas. A comienzos del siglo XVIII, el Archipiélago atravesó uno de los periodos más duros de su historia: epidemias, erupciones volcánicas, sequías, plagas y revueltas sociales se encadenaron durante cuatro décadas que marcaron a generaciones enteras.

Tan llamativo este cúmulo de desgracias que el perfil en Instagram y Tik Tok 8 Canarias, dedicado a la historia de las Islas, ha publicado recientemente un post en el que analiza este fatídico período para El Archipiélago.

Todo comenzó en 1701, cuando un barco procedente de La Habana trajo consigo la fiebre amarilla a Tenerife. En apenas unos meses, la enfermedad se extendió por la Isla con una rapidez devastadora: se registraron decenas de miles de contagios y entre 6.000 y 9.000 muertes entre 1704 y 1705. Fue el inicio de una etapa marcada por la calamidad.

Volcanes encendidos

Mientras la población intentaba recuperarse, la tierra también se agitó. En 1704 y 1705 surgieron tres bocas eruptivas en Tenerife —las de Fasnia, Arafo y Siete Fuentes— que arrasaron cultivos y obligaron a cientos de familias a abandonar sus hogares.

Pero la peor parte llegó en 1706, cuando el volcán Trevejo (conocido también como de Garachico) destruyó por completo el puerto más importante de la Isla, sepultando bajo la lava la principal vía comercial de Tenerife. Años más tarde, en 1712, La Palma sufriría su propio castigo con la erupción del volcán del Charco.

Revueltas, viruela y más tragedias

El sufrimiento no se limitó a los desastres naturales. La miseria derivada de las pérdidas agrícolas y la escasez provocó la revuelta del Motín de Agüime en 1718, símbolo del descontento de los campesinos.

Dos años más tarde, en 1720, un brote de viruela azotó de nuevo el Archipiélago, dejando más de un centenar de muertos en una sola semana.

La tierra no dio tregua: entre 1730 y 1736, Lanzarote vivió la erupción más larga de su historia y una de las más duraderas del planeta, la del volcán de Timanfaya (Límamfalla según las crónicas antiguas). La lava cubrió una buena parte de la isla y cambió su fisonomía para siempre.

Sequías, plagas y el “tributo de sangre”

Apenas unos años después, entre 1740 y 1741, una sequía extrema llevó al límite a las islas, especialmente a El Hierro, donde se originó la tradición de la Bajada de la Virgen de los Reyes como súplica por la lluvia.

Y, como si fuera poco, plagas de langostas arrasaron los campos en varias ocasiones, dejando tras de sí el hambre y la desesperanza.

Por si las tragedias naturales no fueran suficientes, el pueblo canario debía cumplir con el “tributo de sangre”, una orden real de 1678 que obligaba a enviar familias del Archipiélago a poblar territorios americanos. Por cada cien toneladas de carga, los barcos debían incluir cinco familias canarias, separando a comunidades enteras y marcando una diáspora forzosa.

Un pasado que invita a la reflexión

Epidemias, volcanes, motines, sequías, plagas y hasta tributos humanos… el siglo XVIII dejó en Canarias una herida colectiva difícil de olvidar.

Mirar hacia atrás, a aquella época en la que la supervivencia era un milagro diario, nos recuerda que “cualquier tiempo pasado” no siempre fue mejor, y que las Islas, pese a todo, siempre supieron renacer de sus cenizas.

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